Giramos a la derecha en via della Spiga, más tranquila y
estrecha, igual de deslumbrante. Daban ganas de entrar en cualquiera de las
tiendas de cualquier cosa. A la puerta encontrabas a hermosas dependientas con
una sonrisa cálida, un vestido oscuro que les sentaba de maravilla y una
inclinación de cabeza que era toda una invitación a descubrir el interior de la
tienda y dejar la visa para el arrastre. Abundaban también las pantallas
gigantes con anuncios de vanguardia. Las grandes marcas estaban todas representadas
en la zona. Los cuatro estábamos fascinados. Era como un parque temático de la
elegancia.
Giramos en via Gesu y nos encontramos con el palacio que albergaba la sede de
Versace. En la puerta, un jaguar que era como una plaza de toros. Y un nuevo
museo, el Bagatti Valsechi, del que la guía indicaba que era producto de la
labor de dos hermanas que habían acaparado tapices, muebles y cuadros y que
mandaron copiar una sala del palacio Ducal de Mantua y otra del de Urbino.
Cambiamos de calle: via Montenapoleone. Ésta estaba más
animada. Algunos compradores se bajaban de coches de lujo, se infiltraban en
las tiendas, hacían felices a las marcas con las escandalosas cantidades de
dinero que se dejaban y regresaban al interior del vehículo. El chofer estaba
atento para abrir y cerrar la puerta. La iglesia de San Babila ofrecía un
contraste con su fachada de ladrillo rojo.
Abandonamos Montenapoleone por
el Corso Matteotti. Caminamos bajo sus soportales, divisamos la iglesia
de San Carlos Borromeo y la casa degli Omenoni, con sus forzudos
sosteniendo la fachada y alcanzamos la plaza de San Fedele con su iglesia de
los jesuitas y la fachada trasera del palacio Marino.
Era la hora de comer y una horda
de oficinistas, trabajadores y ejecutivos, todos perfectamente a la moda,
ocupaban las calles y los cafés y restaurantes. Quizá habían comprado la ropa
en el Quadrilattero d’Oro.
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