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Milán, Pavia y los lagos 55. Continuamos el paseo por el Cuadrilátero de Oro.


 

Giramos a la derecha en via della Spiga, más tranquila y estrecha, igual de deslumbrante. Daban ganas de entrar en cualquiera de las tiendas de cualquier cosa. A la puerta encontrabas a hermosas dependientas con una sonrisa cálida, un vestido oscuro que les sentaba de maravilla y una inclinación de cabeza que era toda una invitación a descubrir el interior de la tienda y dejar la visa para el arrastre. Abundaban también las pantallas gigantes con anuncios de vanguardia. Las grandes marcas estaban todas representadas en la zona. Los cuatro estábamos fascinados. Era como un parque temático de la elegancia.



Giramos en via Gesu y nos encontramos con el palacio que albergaba la sede de Versace. En la puerta, un jaguar que era como una plaza de toros. Y un nuevo museo, el Bagatti Valsechi, del que la guía indicaba que era producto de la labor de dos hermanas que habían acaparado tapices, muebles y cuadros y que mandaron copiar una sala del palacio Ducal de Mantua y otra del de Urbino.



Cambiamos de calle: via Montenapoleone. Ésta estaba más animada. Algunos compradores se bajaban de coches de lujo, se infiltraban en las tiendas, hacían felices a las marcas con las escandalosas cantidades de dinero que se dejaban y regresaban al interior del vehículo. El chofer estaba atento para abrir y cerrar la puerta. La iglesia de San Babila ofrecía un contraste con su fachada de ladrillo rojo.



Abandonamos Montenapoleone por el Corso Matteotti. Caminamos bajo sus soportales, divisamos la iglesia de San Carlos Borromeo y la casa degli Omenoni, con sus forzudos sosteniendo la fachada y alcanzamos la plaza de San Fedele con su iglesia de los jesuitas y la fachada trasera del palacio Marino.

Era la hora de comer y una horda de oficinistas, trabajadores y ejecutivos, todos perfectamente a la moda, ocupaban las calles y los cafés y restaurantes. Quizá habían comprado la ropa en el Quadrilattero d’Oro.

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