Otro mundo: eso era lo que
imaginaba que percibiría cuando aterrizara por primera vez en Adís Abeba. Había
llegado a otro mundo.
Esa sensación ya la había vivido
en mis primeros contactos con otros lugares en Asia, en Hispanoamérica o
incluso en Europa del Este. Porque el mundo es realmente un conjunto de otros
mundos, una aglomeración de diversidades que nos impactan en un primer momento,
captan nuestra atención y tratamos de comprender. Posiblemente no logremos
comprenderlos totalmente nunca, por mucho que nos esforcemos. Por eso, sólo
quiero dejar constancia de esos impactos y de esa intención, sin éxito, de
asimilar uno de esos mundos que forman el mosaico de la tierra. Algo quedará de
ese intento.
Entramos con buen pie, ya que
aterrizamos a las seis y media de la mañana, poco después del amanecer y del
inicio para los etíopes de un nuevo día. Porque las horas para ellos se rigen
por el sol, con lo que habríamos aterrizado media hora después de su inicio. A
las seis de la tarde serían las doce y coincidiría con la puesta de sol. Como
aconsejaban en la guía, mejor preguntar a un etíope por qué hora se regía al
citarnos. Puede haber una confusión monumental. Esto confirmaba que estaba en
otro mundo horario. A esa hora de la mañana el sol se abría paso con dificultad
entre la niebla, que se despejaría poco después.
Tampoco sabía muy bien en qué
día de qué año visitaba el país, según el calendario etíope. No se regían por
el calendario gregoriano (el suyo era el juliano), por lo que no era 2017 y no
era el 5 de agosto. Me esforcé por averiguar la diferencia de día y de año para
evitar conflictos. Otra confirmación de un mundo diferente.
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