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Milán, Pavia y los lagos 48. Villa Carlota.

 


Villa Carlotta había sido propiedad de gentes ilustres desde su construcción allá por el siglo XVII a instancias del marqués Giorgio Clerici. La aristocracia milanesa ya se había decantado por el lago Como, su buen clima, su belleza paisajística y su cercanía a la ciudad. En 1801 la compró el político y empresario Gian Battista Sommariva, gran coleccionista, quien la decoró con algunas de sus obras maestras de Canova, Tadolini o el friso La entrada de Alejandro Magno en Babilonia, de Thorvaldsen.



La villa debía su nombre a la princesa prusiana Carlotta, que la recibió como regalo de bodas de manos de su madre, que la había adquirido a esos fines. Fue el esposo de la princesa, Jorge II Saxen-Meiningen quien la decoró en estilo imperio y quien diseñó los jardines. En la actualidad era propiedad de la fundación Ente Villa Carlotta.

A la entrada te recibían las estatuas y una pequeña capilla. Pasada la verja, una fuente y la escalera que trepaba hacia el edificio blanco. Parecía sostenerse sobre dos inmensos setos verdes.



No era habitual poder acceder al interior de las villas del lago. Ese era uno de los atractivos de ésta. Al penetrar tuvimos la impresión de una sencillez sofisticada. Las estatuas reinaban en los espacios sin competencia de otros objetos. No la habían recargado. Allí estaba la escultura de El beso y El último beso de Romeo y Julieta, de Francesco Hayez, especialista en pintar besos robados.



Los dormitorios y salas de la planta superior eran sencillos, siguiendo la tónica. Desde los balcones, las vistas sobre el lago eran estupendas. Los barcos seguían sus rutas de forma constante. Los veleros aprovechaban la fuerza del viento. El sol brillaba y daba felicidad a todo el entorno. Era el momento de visitar los jardines.



La variedad de plantas, flores, árboles y ambientes era enorme. El jardín se convertía en un tupido bosque al ascender por la montaña en zig zag. Camelias, rododendros, cedros, sequoias, un jardín de bambú, la pérgola de los cítricos o palmeras se sucedían en nuestro avance. Y, nuevamente, el mirador privilegiado sobre el elegante entorno. Amparo quedó impresionada al llegar a un vallecillo que parecía una selva. Reinaba la calma. José Luis fotografiaba complacido los setos de flores y las plantas de un colorido lujuriante.

Regresamos en el barco y comimos mirando al lago. Recuperamos fuerzas.


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