Salimos hacia el lago Como
temprano y fuimos premiados con un sol radiante, como el que había reinado en
el cielo durante toda nuestra estancia.
Por el berenjenal de avenidas,
autopistas e incorporaciones que hacían viable el tráfico de Milán, con tráfico
intenso a pesar de ser domingo, pusimos rumbo hacia las montañas. En nuestras
entradas y salidas por el norte habíamos comprobado que Milán estaba rodeado
por un importante cinturón industrial que le otorgaba una parte importante de
su prosperidad. En uno de esos polígonos estaba la matriz de Italfármaco, en
cuya filial de Madrid trabajaba mi sobrino José Luis (hermano de Carlos e hijo
de Amparo y José Luis) y Fer, su esposa.
Pasamos Monza, que creíamos más
alejado de Milán, fuimos cumpliendo etapas y pasando túneles y llegamos al lago
Lecco, que realmente era el brazo sudeste del lago Como. Era agreste, de
paredones empinados y de una belleza escénica enorme. El viento permitía volar
a los kittesurf. Los pueblos estaban materialmente incrustados en la piedra.
No paramos en Lecco y
continuamos hacia el norte por la carretera del lago, estrecha y de vistas
espectaculares. Una auténtica pesadilla para Carlos, que iba al volante, y que
tenía que sufrir las pirulas de los motoristas, esquivar a los ciclistas y no cobrarse
a ninguno de los paisanos que no se amilanaban con el tráfico y que no se
apartaban, aunque corriera peligro su integridad física. Era todo un reto a la
conducción sensata.
Lamento que Carlos no pudiera
disfrutar del paisaje y se tuviera que concentrar en la conducción de
videojuego. Los altos acantilados impresionaban. El bosque se asomaba al agua.
No me hubiera importado tener una casa o una villa en ese entorno. Subimos con
las curvas de la carretera y el paisaje de montaña con el agua a la derecha
imantaba los sentidos. Los pueblecitos eran mínimos. Algunos restaurantes se
asomaban al lago y ofrecían bajo sus emparrados un lugar de paz e inspiración.
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