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Milán, Pavia y los lagos 44. Callejeando por Vigevano.


 

Buscamos el castillo y nos dirigimos a la izquierda hasta un torreón de ladrillo que servía como puerta antigua. Allí estaba la entrada a Il laboratorio di Leonardo, donde se podía jugar con las máquinas del genio.

El castillo era enorme. Accedimos a un gran patio donde se solazaban los lugareños o los visitantes con el sol de la tarde. Aconsejaban visitar las caballerizas que tuvieron capacidad para cien caballos. Estaba claro que Vigevano era una plaza fuerte de vital importancia en el entramado defensivo de la zona. Tanto espacio había que aprovecharlo y en él se habían instalado el museo Civico, el Arqueológico y el del Calzado.



Leí que la estatua de San Juan Nepomuceno que se encontraba en el otro lado corto de la plaza, frente a la catedral, era un símbolo de la dominación austro-húngara que se prolongó durante los siglos XVIII y XIX, tras el dominio español. No encontré más datos sobre esa vinculación de santo e imperio pero algo debía de encerrar.

Tras un largo paseo por Vigevano era el momento de disfrutar de la plaza, de empaparse de ella y de relajar las piernas. Nos sentamos en una de las terrazas y desde ese puesto de observación contemplamos la vida ciudadana. El sol iluminaba la fachada de la catedral con una luz anaranjada cariñosa. Las sombras no eran tan violentas. Se perdonaba que el capuchino estuviera frío. Aquella imagen quedó perfectamente memorizada para prolongar el disfrute.


 

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