Buscamos el castillo y nos
dirigimos a la izquierda hasta un torreón de ladrillo que servía como puerta
antigua. Allí estaba la entrada a Il
laboratorio di Leonardo, donde se podía jugar con las máquinas del genio.
El castillo era enorme.
Accedimos a un gran patio donde se solazaban los lugareños o los visitantes con
el sol de la tarde. Aconsejaban visitar las caballerizas que tuvieron capacidad
para cien caballos. Estaba claro que Vigevano era una plaza fuerte de vital
importancia en el entramado defensivo de la zona. Tanto espacio había que
aprovecharlo y en él se habían instalado el museo Civico, el Arqueológico y el
del Calzado.
Leí que la estatua de San Juan
Nepomuceno que se encontraba en el otro lado corto de la plaza, frente a la
catedral, era un símbolo de la dominación austro-húngara que se prolongó
durante los siglos XVIII y XIX, tras el dominio español. No encontré más datos
sobre esa vinculación de santo e imperio pero algo debía de encerrar.
Tras un largo paseo por Vigevano
era el momento de disfrutar de la plaza, de empaparse de ella y de relajar las
piernas. Nos sentamos en una de las terrazas y desde ese puesto de observación
contemplamos la vida ciudadana. El sol iluminaba la fachada de la catedral con
una luz anaranjada cariñosa. Las sombras no eran tan violentas. Se perdonaba
que el capuchino estuviera frío. Aquella imagen quedó perfectamente memorizada
para prolongar el disfrute.
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