Los 40 kilómetros que separaban
Pavía de Vigevano atravesaban campos fértiles salpicados de casas rústicas y
pequeños pueblos, un ambiente rural apetecible para quien buscara la
tranquilidad. Una tranquilidad que pertenecía al presente. En el pasado, habían
sido ambicionados y habían sido campo de batalla o tránsito de guerreros con
ansias de incursiones e invasiones. Las pugnas entre ciudades y entre
confederaciones, entre venecianos y milaneses, entre franceses y españoles,
entre imperiales e italianos o papistas, había movilizado mercenarios de varios
países, orgullosos condottieri,
señores deseosos de nuevos súbditos. La paz había sido la excepción.
Las pacas de heno adornaban los
campos amarillos. Un pintor hubiera aprovechado esa estampa para un cuadro
pleno de inspiración. Los bosquecillos se alternaban en la planicie. Cerca de
Vigevano se cultivaba arroz. El tráfico era escaso y el sol lucía con furia.
Quizá en invierno el frío se asentaba sobre esa tierra. Era extraño que la
carretera acumulara tantas curvas cuando nada hubiera impedido su trazado
recto.
Estas tierras fueron el
escenario principal de las guerras italianas y de las hispano-francesas. El
dominio de Italia era una de las piezas esenciales para la preponderancia del
Imperio, de españoles o franceses en Europa Occidental. Por aquí cabalgaron sus
tropas, los emisarios, los espías, la soldadesca ávida de botín. El saldo de
varias décadas de contienda fue demoledor para todas las partes y para esos
campos y sus habitantes. El ánimo guerrero de los reyes era jaleado por el
pueblo que se entusiasmaba con las crónicas de las batallas y exaltaba las
hazañas bélicas, ninguneando los esfuerzos por la paz e ignorando los cánones
de una religión que prohibía matar como uno de sus mandamientos esenciales. El
prójimo al que había que amar no se encontraba en las líneas enemigas. La
población era la principal perjudicada.
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