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MIlán, Pavia y los lagos 42. De Pavia a Vigevano.

 


Los 40 kilómetros que separaban Pavía de Vigevano atravesaban campos fértiles salpicados de casas rústicas y pequeños pueblos, un ambiente rural apetecible para quien buscara la tranquilidad. Una tranquilidad que pertenecía al presente. En el pasado, habían sido ambicionados y habían sido campo de batalla o tránsito de guerreros con ansias de incursiones e invasiones. Las pugnas entre ciudades y entre confederaciones, entre venecianos y milaneses, entre franceses y españoles, entre imperiales e italianos o papistas, había movilizado mercenarios de varios países, orgullosos condottieri, señores deseosos de nuevos súbditos. La paz había sido la excepción.

Las pacas de heno adornaban los campos amarillos. Un pintor hubiera aprovechado esa estampa para un cuadro pleno de inspiración. Los bosquecillos se alternaban en la planicie. Cerca de Vigevano se cultivaba arroz. El tráfico era escaso y el sol lucía con furia. Quizá en invierno el frío se asentaba sobre esa tierra. Era extraño que la carretera acumulara tantas curvas cuando nada hubiera impedido su trazado recto.



Estas tierras fueron el escenario principal de las guerras italianas y de las hispano-francesas. El dominio de Italia era una de las piezas esenciales para la preponderancia del Imperio, de españoles o franceses en Europa Occidental. Por aquí cabalgaron sus tropas, los emisarios, los espías, la soldadesca ávida de botín. El saldo de varias décadas de contienda fue demoledor para todas las partes y para esos campos y sus habitantes. El ánimo guerrero de los reyes era jaleado por el pueblo que se entusiasmaba con las crónicas de las batallas y exaltaba las hazañas bélicas, ninguneando los esfuerzos por la paz e ignorando los cánones de una religión que prohibía matar como uno de sus mandamientos esenciales. El prójimo al que había que amar no se encontraba en las líneas enemigas. La población era la principal perjudicada.

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