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Imágenes y palabras de Etiopía 9. El último emperador.

 


Después de la comida nos dirigimos al museo Etnográfico, ubicado en el antiguo palacio Guenete Leul o Paraíso de los Príncipes (también denominado palacio Nuevo) que mandó construir en 1930 el último emperador, Haile Selassie, como casa de huéspedes. El primero en ocuparlo fue el príncipe de Suecia Gustavo Adolfo.

Atravesamos una soberbia puerta de piedra y el vehículo se movió por los hermosos jardines hasta la entrada del edificio que formaba parte de la universidad. Durante muchos años constituyó la residencia del emperador hasta que se produjo el intento de golpe de estado de 1960. La guardia personal del emperador, los golpistas, condujo a los principales miembros de la corte al Salón Verde y en él se perpetró una masacre que produjo un inmediato rechazo al emperador que, pocos meses después, lo donó a la universidad y se trasladó al palacio del Jubileo, actual sede del presidente de la República. Años después, pasó a denominarse edifico de Ras Makonen, el nombre del padre del emperador y primer propietario del terreno.

Transitando por las salas del antiguo palacio del último emperador, Pablo recordó las anécdotas que Kapuscinski reflejaba en su libro y la tropa de peculiares funcionarios que acompañaban a su corte. Sentía la presencia del emperador moviéndose por las salas acompañado de sus fieles sirvientes, como el que portaba el cojín del emperador. O aquel cuya función consistía en “ir de un dignatario a otro limpiándoles los orines de los zapatos” que dejaba el pequeño perro de raza japonesa que saltaba de sus rodillas con toda libertad durante las recepciones y al que se le permitía transitar y mearse en los zapatos de los dignatarios que no podían mostrar su disgusto, al estar prohibido. O el ministro de la Pluma, que acompañaba en todo momento al emperador y recogía las palabras del Venerable Señor, ya que el emperador no escribía nada ni firmaba nunca de su puño y letra. Sus órdenes y disposiciones, no siempre claras, quedaban reflejadas por este ministro, la persona de más confianza del emperador y un personaje con un enorme poder. Pero su labor, como la de muchos otros, no era sencilla: “si la decisión tomada por el emperador deslumbraba a todo el mundo por acertada y sabia, era una prueba más de la infalibilidad del Elegido de Dios. En cambio, si un murmullo de descontento se dejaba oír en el aire y de diversos rincones llegaba a los oídos del emperador, el Honorable Señor podía achacarlo todo a la estupidez del ministro.” Quizá el insigne escritor polaco exageró en lo que escribía y quiso denunciar con ello lo que pasaba en aquella época en su propio país.

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