Las calles estaban mojadas por
las interminables tormentas. El sistema de alcantarillado no era una maravilla.
Daba para que se pudiera mover la gente evitando chocar con los porteadores o
sorteando el impacto con las terribles cargas. Visitamos la zona de
alimentación, la de fabricación de gigantescos quesos caseros -al etíope no le
gusta el industrial- pasamos por la del metal o la ropa. Había compradores para
todos.
Abundaban los puestecillos de
dos por dos atiborrados de género, lo que obligaba a la vendedora a emplazarse
en la calle o en un minúsculo espacio entre los sacos o las cajas; otros,
comerciaban con una sábana o un tejido donde desparramaban unos ajos o unas
cebollas, unas patatas o piezas inservibles o repuestos en desuso, para
nosotros. Las vendedoras llevaban mal que las fotografiaran. Tampoco los
hombres, que a veces reaccionaban de forma furibunda. Los niños buscaban más el
objetivo y siempre había alguien que pidiera algo a cambio de un posado o,
directamente, limosna.
El mercado mezclaba aromas con
colores, los vistosos ropajes de algunas mujeres con la viveza de los sacos de
especias, el movimiento continuo con la lentitud en cerrar una transacción,
gente ajetreada con mirones pasivos, rótulos que quizá brillaban en la noche
con sencillos mensajes en amariña.
En tiempos del último emperador,
en las vísperas de las fiestas nacionales, el cumpleaños del Emperador, el
aniversario de su coronación o la vuelta del exilio -contaba el taleguero del
tesorero imperial a Kapuscinski:
Nuestro
longevo Soberano se dirigía al barrio más poblado y bullicioso de Adís Abeba,
llamado Mercato, donde yo depositaba sobre un estrado especialmente levantado
para la ocasión aquel saco, difícil de llevar y que despedía un sonido metálico
y de donde el más Bondadoso Señor sacaba la calderilla a puñados y la arrojaba
sobre una muchedumbre de mendigos y demás populacho ávido.
Otra escena que intenté recrear
con la mente a la vista de ese espacio enorme y lleno de gente. Veía levantarse
a todas esas pasivas personas en aquel momento y arrojarse hacia el dinero,
cómo la masa se encrespaba para poder coger unas monedas. Para nosotros la
escena era tercermundista. Para quienes eran tremendamente pobres era una forma
de salir de esa pobreza por unos instantes.
Una curiosidad: la iglesia de
San Rafael, una de las cinco catedrales ortodoxas, y la gran mezquita de Anuar
estaban muy cerca una de otra, lo que reflejaba la buena convivencia entre
credos.
Al terminar, comimos en el
restaurante Lucy, junto al anterior museo. Estaba bien montado, con gusto, era
acogedor y ofrecía buena comida. Allí descubrimos por primera vez la enjera.
0 comments:
Publicar un comentario