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Imágenes y palabras de Etiopía 8. Merkato II.


 

Las calles estaban mojadas por las interminables tormentas. El sistema de alcantarillado no era una maravilla. Daba para que se pudiera mover la gente evitando chocar con los porteadores o sorteando el impacto con las terribles cargas. Visitamos la zona de alimentación, la de fabricación de gigantescos quesos caseros -al etíope no le gusta el industrial- pasamos por la del metal o la ropa. Había compradores para todos.

Abundaban los puestecillos de dos por dos atiborrados de género, lo que obligaba a la vendedora a emplazarse en la calle o en un minúsculo espacio entre los sacos o las cajas; otros, comerciaban con una sábana o un tejido donde desparramaban unos ajos o unas cebollas, unas patatas o piezas inservibles o repuestos en desuso, para nosotros. Las vendedoras llevaban mal que las fotografiaran. Tampoco los hombres, que a veces reaccionaban de forma furibunda. Los niños buscaban más el objetivo y siempre había alguien que pidiera algo a cambio de un posado o, directamente, limosna.



El mercado mezclaba aromas con colores, los vistosos ropajes de algunas mujeres con la viveza de los sacos de especias, el movimiento continuo con la lentitud en cerrar una transacción, gente ajetreada con mirones pasivos, rótulos que quizá brillaban en la noche con sencillos mensajes en amariña.



En tiempos del último emperador, en las vísperas de las fiestas nacionales, el cumpleaños del Emperador, el aniversario de su coronación o la vuelta del exilio -contaba el taleguero del tesorero imperial a Kapuscinski:

Nuestro longevo Soberano se dirigía al barrio más poblado y bullicioso de Adís Abeba, llamado Mercato, donde yo depositaba sobre un estrado especialmente levantado para la ocasión aquel saco, difícil de llevar y que despedía un sonido metálico y de donde el más Bondadoso Señor sacaba la calderilla a puñados y la arrojaba sobre una muchedumbre de mendigos y demás populacho ávido.



Otra escena que intenté recrear con la mente a la vista de ese espacio enorme y lleno de gente. Veía levantarse a todas esas pasivas personas en aquel momento y arrojarse hacia el dinero, cómo la masa se encrespaba para poder coger unas monedas. Para nosotros la escena era tercermundista. Para quienes eran tremendamente pobres era una forma de salir de esa pobreza por unos instantes.

Una curiosidad: la iglesia de San Rafael, una de las cinco catedrales ortodoxas, y la gran mezquita de Anuar estaban muy cerca una de otra, lo que reflejaba la buena convivencia entre credos.

Al terminar, comimos en el restaurante Lucy, junto al anterior museo. Estaba bien montado, con gusto, era acogedor y ofrecía buena comida. Allí descubrimos por primera vez la enjera.


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