Nadie queda indiferente después
de la visita al inmenso Merkato, el mercado más grande de África. Su nombre
procede del término italiano mercato.
Sus cifras, que encontré en la guía, eran impresionantes: 133,6 hectáreas a las
que acudían unas doscientas mil personas. En ese barrio residían unas 64.000
personas. Además, la estación de autobuses de Tera formaba parte de su ámbito.
Quizá el mayor atractivo radicara en el caos que se respiraba en sus calles y
callejones. Por si acaso, era muy conveniente recorrerlo sin el reloj, el móvil
o demasiado dinero, que se debían poner a buen recaudo. Probablemente mis
prevenciones fueron excesivas.
La visión del Merkato es un
salto en el tiempo, al tiempo de los artesanos, a la reutilización,
transformación y reciclaje que impedía tirar nada, a comprobar que el mundo
tradicional está mucho más extendido en determinados ámbitos que la modernidad.
Sorprendía ver a porteadores que
llevaban sobre la espalda o la cabeza una docena de colchones, o un haz de leña
propio de una estampa, u otros que arrastraban docenas de garrafas de plástico,
o burros que avanzaban ajenos a las personas, coches y camionetas que sufrían
el mayor de los pesares. Nadie debería perderse este espectáculo.
Desde luego, si un inspector de
sanidad penetrara en este laberinto le daría una lipotimia. Pero el turista o
el visitante no perciben miseria ni insalubridad, sino tipismo. Van
fotografiándolo todo y provocan mayores atascos de los razonables cada vez que
se paran. Nuestro guía, que rompió con nosotros lo pactado, visitarlo desde el
vehículo, gracias a Dios, instaló por precaución a dos personas para que fueran
reagrupando a este conjunto de indisciplinados clientes que se paraban en todos
lados. Si alguno se desprendiera del grupo y se perdiera no habría forma humana
de encontrarlo. Aunque al estar organizado por sectores siempre cabía preguntar
o pedir ayuda para salir.
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