Adís Abeba fue fundada en 1887
por el rey de Showa, Menelik II, a petición de su esposa, la emperatriz Taitu. Las fuentes termales de Filwoha y la belleza
de sus alrededores les convencieron de la idoneidad del lugar, según leí en la
guía.
Menelik II, tío de Haile
Selassie, el último emperador, fue primero rey de Showa (o Shoa) entre 1865 y
1889. Tras la caída del emperador Teodros, del que ya habrá tiempo para hablar,
fue uno de los candidatos a ocupar el trono imperial. Sin embargo, ascendió al
mismo Yohannes IV, quien tuvo un reinado complicado. Hasta su coronación como
emperador, Menelik se dedicó a ampliar los territorios de su reino. A partir de
1889, el padre de la Etiopía moderna, tras la Época de los Jueces, dos siglos
de reinos de taifas, el gran unificador, se dedicó a modernizar el país.
Lástima que sus últimos años, en los que le acompañó una terrible enfermedad,
oscurecieran su legado.
Las montañas de Entoto, que
enmarcaban el horizonte, le otorgaban un fuerte atractivo. Pero “la ciudad de
los bosques” había caído en las garras del desarrollo descontrolado de una gran
ciudad que cobijaba a unos cuatro millones de habitantes y que seguiría
creciendo por la fuerte emigración interna desde todos los puntos del país.
Los eucaliptos que le dieron su
verdor parecían haber sido talados para alimentar la fuerte demanda de andamios
con los que se fabricaban. Cuando los observabas, forrados de plásticos
andrajosos, te preguntabas cómo podían seguir en pie. Porque Adis estaba llena
de estructuras de hormigón y edificios pendientes de terminación. De ahí a una
burbuja inmobiliaria puede haber poco trecho.
La alternancia de edificios
modernos y chabolas, ya comentado, se evidenció más en nuestra primera visita.
Abundaban las infraviviendas con techo de uralita o metal, o gente que dormía a
la intemperie o bajo una tela sujeta por dos palos. La miseria se identificaba
por todas partes.
La conducción iba acompañada de
fuerte olor a contaminación y vehículos viejos que provocaban atascos
desesperantes. Había pocos semáforos y una filosofía de conducción de buscarse
la vida. Sería incapaz de conducir por esta ciudad. La “nueva flor”, que es lo
que significa su nombre en amariña, y que encontró la emperatriz junto a un
manantial de agua caliente, según la leyenda fundacional, es una flor
decrépita. La flor era la mimosa.
El movimiento de las calles era
incesante, aunque el número de personas paradas y aparentemente esperando algo
era mucho mayor. Algo matizaba que aquel día fuera sábado.
La variedad étnica se
manifestaba en los diferentes matices del color de la piel y en los rasgos más
o menos redondos o puntiagudos. Las combinaciones entre rasgos blancos y piel
oscura o rasgos de raza negra con tonos suaves de piel eran constantes.
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