No habíamos rebasado el Ecuador,
con lo que oficialmente estábamos en verano. Sin embargo, aquí la diferencia de
estaciones se regía por las lluvias. Habíamos aterrizado en estación lluviosa.
Cuando viajara al sur me acercaría a la mitad del globo, aunque sin pasar al
hemisferio sur. Allí, era estación seca. La altura era el otro elemento que
matizaba la variación del clima. Las temperaturas eran bastante estables a lo
largo del año y las variaciones las ofrecían las lluvias o su ausencia. Las
temperaturas bajaban a mayor altura sobre el nivel del mar y subían al
descender. Una parte importante del viaje, especialmente en el norte del país,
transcurriría a más de dos mil metros sobre el nivel del mar (Adís Abeba estaba
a dos mil quinientos metros), lo que garantizaba estar a salvo de la malaria y
una temperatura templada. Por la noche, refrescaba considerablemente, un poco
como en Castilla. Estaba también en un altiplano o una meseta, mucho más
elevada. Otra preocupación: ¿tendría problemas con la altura? A más de dos mil
metros, la concentración de oxígeno bajaba considerablemente y el cansancio se
manifestaba más rápido. Eso sí, regeneraba la sangre de una forma espectacular,
uno de los secretos de la fábrica de campeones de atletismo que es Etiopía.
Elegir la ropa adecuada era
complicado. Mejor ropa ligera, multicapa, como las cebollas, para poner y
quitar según fuera necesario, pantalón largo -ayuda a evitar las picaduras de
mosquitos y otros insectos-, camisas de manga larga -mismo efecto-, una gorra,
protector solar y un repelente de mosquitos potente, tan necesario como la
vestimenta. El calzado, cómodo, con buena suela que se adhiriera a un terreno
cambiante. El chubasquero siempre a mano, aunque lo normal era que lloviera por
la noche, para no molestar demasiado al turista, al viajero o al visitante.
La gestión del visado fue rápida
y cara: 48 euros o 50 dólares. Una forma legal, aunque no demasiado agradable,
de sacar el dinero a los visitantes. Tampoco es tanto y puede ayudar a la
población.
Lo que fue un auténtico desmadre
fue la recogida de maletas. Entre las cuatro cintas con que contaba la terminal
se amontonaban las maletas de gentes que probablemente se preguntaran dónde
estaban. Me entró un sudor frío ante la posibilidad de que la mía se
convirtiera en una de ellas. Como no estaba demasiado claro qué cinta
correspondía con nuestro vuelo, fui fijándome en la gente con la que había
compartido avión para averiguar por dónde tenían que salir. De esta forma,
también memorizaba los posibles compañeros de viaje. Sin demasiado retraso nos
juntaron a todos y montamos en un minibús.
Me sorprendió el aeropuerto, que
era enorme, bastante moderno y en obras.
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