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Milán, Pavia y los lagos 35. Los claustros y el refectorio.


 

En el claustro menor, de ligeros arcos y delgadas columnas, no habían sobrevivido los frescos que adornaban sus muros. Quedaban pocas imágenes. Los girasoles miraban a la claridad. Paramos para contemplar el costado de la iglesia y la cúpula. Ahora comprendíamos por qué no había sido recubierta de mármol.



El refectorio seguía la tendencia de lujo: una última cena al fresco, una esmerada sillería, el púlpito desde el que se amenizaba la comida con lecturas pías, los cuadros de santos.



Nos incorporamos a un grupo comandado por un monje con aspecto de etíope que explicaba en italiano los aspectos esenciales de la vida monacal y algunos datos interesantes sobre el arte que atesoraba la Cartuja. Pasamos al claustro mayor, enorme, en el que sobresalían las chimeneas y los tejados de las viviendas individuales de los monjes, de dos alturas, dos salas y un jardín particular en la parte interior. No debían vivir mal. Sobre cada capitel del claustro, una escultura.



Se acercaba la hora de la misa. El monje nos acompañó a la salida por un costado de la iglesia.

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