En el claustro menor, de ligeros
arcos y delgadas columnas, no habían sobrevivido los frescos que adornaban sus
muros. Quedaban pocas imágenes. Los girasoles miraban a la claridad. Paramos
para contemplar el costado de la iglesia y la cúpula. Ahora comprendíamos por
qué no había sido recubierta de mármol.
El refectorio seguía la
tendencia de lujo: una última cena al fresco, una esmerada sillería, el púlpito
desde el que se amenizaba la comida con lecturas pías, los cuadros de santos.
Nos incorporamos a un grupo
comandado por un monje con aspecto de etíope que explicaba en italiano los
aspectos esenciales de la vida monacal y algunos datos interesantes sobre el
arte que atesoraba la Cartuja. Pasamos al claustro mayor, enorme, en el que
sobresalían las chimeneas y los tejados de las viviendas individuales de los
monjes, de dos alturas, dos salas y un jardín particular en la parte interior.
No debían vivir mal. Sobre cada capitel del claustro, una escultura.
Se acercaba la hora de la misa.
El monje nos acompañó a la salida por un costado de la iglesia.
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