En los siglos XIII y XIV se
produce una expansión de las ciudades del norte de Italia. Es la época de los signori, de las señorías, que
corresponderían más con el concepto antiguo de los déspotas, con gobiernos de
carácter personal asociados con ciertas familias preponderantes. La situación
política y social era inquietante, con continuas disputas y disturbios, con
enfrentamientos y rivalidades entre clanes nobiliarios. Para intentar
solucionar ese problema, el pueblo acudió a la designación de los capitanos del popolo a los que se les
otorgaron poderes casi absolutos. La tendencia fue a afianzarse en el poder y
buscar que éste fuera vitalicio y hereditario, cercano a un poder absoluto.
Venecia, Florencia o Génova se
extendieron territorialmente en todas direcciones. Milán no fue una excepción.
Pero ningún territorio llegó a imponerse a los otros. Los responsables de aquellas
políticas a favor de Milán fueron los miembros de la familia Visconti que
ostentaron el poder durante más de un siglo y medio.
Durante el siglo XIII habían
pugnado por el poder los Torriani y los Visconti, güelfos contra gibelinos. Los
Torriani lo controlaron durante buena parte del siglo XIII. Será Matteo
Visconti quien desbanque a los Torriani. Tras ser nombrado capitano del popolo y, posteriormente, vicario imperial y señor de
Milán, estableció su cargo como hereditario. Serán sus herederos quienes
expandan los dominios a Como, Lodi, Vercelli, Plazencia, Brescia, Parma,
Verona, Vicenza y Padua. Para la expansión no utilizaron milicias ciudadanas
sino condottieri, mercenarios que
suscribían un contrato o condotto con
el señor para realizar determinadas campañas militares. También acudieron a la
compra de territorios, como en el caso de Bolonia, que fue adquirida por la
nada despreciable cifra de doscientos mil florines. La situación económica del
ducado era más que desahogada. La protección de Galeazzo II propició la
estancia de Petrarca en Milán entre 1352 y 1361.
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