Milán era una ciudad que se
había extendido en lugar de crecer en vertical. Ocupaba una llanura y hacia el
sur, que era hacia donde nos dirigíamos, no encontraba ningún accidente
geográfico que impidiera su expansión. Esos barrios, quizá antiguos pueblos o
pedanías absorbidas, eran vitales, ajetreados, animados por los tranvías y por
los lugareños que salían a hacer la compra o sus gestiones de fin de semana.
Desde que tomamos una carretera
paralela al canal o navigli, que era
como una gran acequia, las casas fueron disolviéndose y el campo empezó a tomar
protagonismo. Pero nunca dejaba de haber almacenes, pequeños grupos de
caserones rústicos o restaurantes que jalonaban un avance lento por los límites
de velocidad y los semáforos. Quizá una buena opción para vivir en el campo a
tiro de piedra de la ciudad.
El canal que seguíamos era sin
duda el Navigli Pavese que unía Pavía con Milán para facilitar el transporte y
el comercio. Databa del siglo XIV. Milán carecía de puerto de mar, que intentó
adquirir por la fuerza a costa de Génova, y se proporcionó esta opción que aún
perduraba aunque sin su uso antiguo. Las mercancías se transportaban en barcas
tiradas por caballos.
Un desvió hacia la izquierda nos
condujo hasta la Cartuja.
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