¿Cuando ha sido la última vez
que has visitado un museo un sábado por la noche? No lo recuerdo: quizá nunca.
No es habitual. Lo nuestro tenía más mérito ya que fue después de una jornada
de excursión y con las piernas entre cargadas y hechas polvo. Pero el objetivo
era el mejor museo de Milán: la Pinacoteca de Brera. Con ese aval se imponía un
esfuerzo adicional. Además, el precio era simbólico: un euro. Abrían hasta las
once de la noche.
Recuperamos fuerzas, nos tomamos
un whisky en el apartamento, que nos animó bastante, caminamos hasta el metro y
nos apeamos en la estación Cairoli. Allí la torre del castillo Sforzesco nos
recibió iluminada. También lo estaban, tenuemente, los edificios de la plaza
circular de Foro Buonaparte. Todo muy atractivo.
Fue Napoleón Buonaparte quien
inició la colección de Brera. Su política de confiscar obras de las iglesias de
Milán y sus alrededores dio origen al museo. Por eso, una estatua en bronce,
colocada en 1859, le hacía los honores en el patio. Era representado como Marte
Pacificador, y el diseño era de Antonio Canova. El edificio, barroco, fue
construido sobre un antiguo monasterio del siglo XIV. En él hubo un colegio
jesuita hasta que la orden fue disuelta. En 1776, la emperatriz María Teresa
decidió que acogiera varias instituciones culturales como la Academia de Bellas
Artes, el Instituto Lombardo de las Ciencias y las Letras, la Biblioteca
Nacional Braidense, el Observatorio Astronómico o el Jardín Botánico.
En el camino hacia el museo
estuvimos a punto de desistir de nuestro empeño. La noche era suave y los cafés
y restaurantes habían sacado mesas y sillas a las calles y plazas recónditas
donde la gente disfrutaba con una copa o una buena cena. Los milaneses sabían
disfrutar de la vida. Via dei
Carmine, via Madonina y via Fiori Chiari estaban a rebosar. La
animación se multiplicaba con las fiestas organizadas en los locales de moda
con motivo de la Fashion Week. Gente guapa, mucho postureo.
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