La isla Madre perteneció a los
Borromeo desde 1502. Era la otra gran atracción del lago. Inicialmente fue un
lugar de cultivo con una casa sencilla. Fue San Carlos quien impulsó el
palacio, más modesto que el de Isola Bella pero quizá más acogedor. Y, como en
el palacio Borromeo, unos jardines espectaculares. El amor por las flores y los
paraísos botánicos se repetía tanto en la isla Madre como en otras dependencias
de la familia, como la Rocca d’Angera.
Paseamos por los jardines
dejando vagar la mente.
El barco nos devolvió a la otra
orilla. Tomamos el coche y condujimos por la carretera que bordeaba el lago.
Atravesamos Stresa y sus hoteles de lujo. En el Gran Hotel de las Islas
Borromeas se había hospedado Hemingway, quien situó una escena de su libro Adiós a las armas en el mismo. No
parecía que hubiera demasiado movimiento en esta época del inicio del otoño.
Paramos en Arona. Contemplamos
la fortaleza de la Rocca d’Angera al otro lado del lago. Fue fortaleza lombarda
en el siglo VIII, la ampliaron los Visconti en el siglo XIII y en 1449 pasó a
los Borromeo. Curioso: albergaba un museo de muñecas.
Arona era un pueblo agradable,
como también lo eran sus gentes, amables y serviciales. Entramos en una
pastelería y las dependientas nos atendieron con cariño. Desde la plaza nos
internamos por sus callejuelas. Una estaba adornada por paraguas blancos y amarillos
que colgaban sobre nuestras cabezas. Las tiendas estaban tranquilas. Cerca del
lago observamos los restos de una muralla. Había que defenderse de los piratas
que durante mucho tiempo campearon a sus anchas por estas tierras y estas
aguas. Nadie lo diría.
Nos fuimos con nostalgia de
aquel lugar.
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