De aquel Milán de tiempos del
Imperio quedan pocos vestigios. Carlos y yo pudimos contemplar en nuestro
anterior viaje lo que quedaba del palacio imperial, que pudimos vincular con
aquellos tiempos de capitalidad. Por supuesto, la ciudad contaba con un teatro,
termas, un recinto amurallado y varias basílicas. Una de esas basílicas
paleocristianas fue San Ambrosio, quien construyó otras, como San Simpliciano y
San Nazaro Maggiore, también en Milán.
San Ambrosio, patrón de la
ciudad, fue su obispo en el siglo IV. La Iglesia que se contempla en la
actualidad es fruto de las transformaciones sufridas en los siglos XI y XII,
obra de San Anselmo. En aquella época, la Escuela Lombarda tuvo sus principales
centros románicos en Milán y Pavía. Lo más característico de aquel estilo se
visualizaba en el uso del ladrillo y las bandas en los muros. Ese románico
lombardo influirá en el románico catalán.
El lugar donde se construyó la
iglesia entre 379 y 386 había sido el lugar donde fueron sepultados varios
mártires a los que se dedicó inicialmente la iglesia. Entramos en el atrio (el
denominado cuatripórtico, de finales del siglo XII) y contemplamos las galerías
porticadas de los lados, la fachada en dos niveles con sus arcos y las dos
torres, la de la derecha denominada de los Monjes, del siglo VIII, y la de la
izquierda, más alta, de los Canónigos, del siglo XII.
En el siglo IX, el obispo
Angiberto II añadió el ábside y el mosaico del Redentor en el trono entre los
mártires Protasio y Gervasio con los arcángeles Miguel y Gabriel y dos escenas
de la vida de San Ambrosio.
El elemento más destacado de la
iglesia lo constituye el altar de San Ambrosio, en oro, plata, esmaltes y
piedras preciosas, una obra maestra del arte carolingio. La columna de la
serpiente, el sarcófago de Stilicho, el púlpito o el ciborio son otras de sus
joyas. En la cripta se encuentran los esqueletos de San Ambrosio, San Gervasio
y San Protasio que yacen con sus mejores galas.
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