A corta distancia de Santa María
se encontraba una sorpresa inesperada, uno de esos regalos de los viajes que
quedan en la memoria. La iglesia estaba en obras y con andamios, la puerta abierta.
Carlos y yo, en nuestro anterior viaje, nos asomamos, y nos encontramos un
interior repleto de estupendos frescos.
No figuraba en la guía ni
tampoco entre los destinos aconsejados en Internet, quizá porque durante tiempo
estuvo cerrada por la restauración cuyos últimos retoques contemplábamos. Sant
Maurizio al Monastero Maggiore era parte del convento de las benedictinas en
Corso Magenta, que había sido reconvertido en el museo Arqueológico.
Las humedades estuvieron a punto
de destruir esta maravilla del siglo XVI. Era una iglesia con alma, el alma de
las figuras que contemplábamos y te contemplaban desde los muros. Las escenas
bíblicas cobraban vida personificadas por rostros aristocráticos entre dulces y
arrogantes. Quizá era difícil rezar en una iglesia con tanto arte porque era
fácil despistarse observando aquellas imágenes. O quizá los frescos facilitaran
la comunicación con Dios.
Una de las peculiaridades de la
iglesia era que estaba dividida en dos partes por un muro. La parte de la
entrada estaba destinada a los ciudadanos y la interior para las monjas. El
convento era de clausura. La segunda peculiaridad era que estaba completamente
cubierta de frescos según la iconografía clásica del Antiguo y Nuevo Testamento.
Los nobles que utilizaban la iglesia no escatimaron en gastos para que
impresionara a cualquiera que acudiera a la misma. Se asocia con la familia
Bentivoglio. Bernardo Luini, que recibió una fuerte influencia de Leonardo, y
otros artistas contemporáneos suyos, fueron los responsables de aquella obra
maestra.
En aquella ocasión conseguí
realizar unas fotos clandestinas ayudado por la confusión de las obras. En
Internet hay magníficas fotografías y vídeos con los que se puede disfrutar de
la iglesia y refrescar la memoria de los que la han visitado.
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