A la espalda del Museo
Arqueológico encontré una terraza con mucho encanto: Club Museum. Rodeada de
piezas arqueológicas destilaba buen ambiente, arrojaba música moderna sobre los
cliente, aunque un poco monótona -tachún tachún- y estaba tomada por gente
guapa. Todo lo necesario para atraparte con su estilo cool. Aunque el de
la puerta me dijo que no había sitio, salvo en el interior, di una vuelta y
encontré una mesa algo alejada, ideal para observar la escena nocturna.
Pedí una cerveza y un risotto y
me dispuse a practicar mi labor de observación al ritmo de los sorbos de mi
bebida. Delante de mí estaba un grupo de chavales todos vestidos con camisetas
negras y concentrados hasta entontecer en los móviles. Llegó una chavalita
rubia monísima y no le hicieron ni puñetero caso. En otra mesa cenaba una
familia: abuelos, padres e hijos. Me fijé especialmente en la madre, rubia
quizá de bote, que estaba impresionante. Contrastaba con el resto, de aspecto
más bien vulgar. La mayor parte de la clientela eran parejas de chicas jóvenes,
todas guapísimas. Me sirvieron de gratísima distracción.
La primera cerveza de trigo me
la tomé con el estómago vacío, con lo que iba ya bastante achispado. Llamé al
camarero, le reproché que hubiera puesto los platos a todo el mundo que había
llegado después que yo. El hombre se disculpó como pudo: habían extraviado mi
comanda. Tras algo más de una hora de espera y casi concluyendo la segunda
cerveza, me agarré un pequeño cabreo, aceleraron el plato, que devoré más bien
fuera de juego, el camarero me ofreció otra cerveza en compensación, que rechacé
por la salvación de mi cuerpo, y me hicieron un descuento irrisorio.
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