La ducha, los estiramientos y
una hora tumbado en la cama para relajarme rehabilitaron mis ganas de salir.
A pocos metros del hotel
contemplé una impactante escena policial. En la calle donde me hospedaba
escuché el sonido de una sirena. Los gritos de los que estaban en la esquina y
su huida fulgurante no auguraban nada bueno. Salieron dos policías, mandaron a
dos chavales tirarse al suelo e impusieron su autoridad a gritos. La violencia
se mascaba. Los chavales estaban atemorizados. Regresé por donde había venido y
tomé otra ruta no fuera a ser premiado con la diligencia mal entendida de las
fuerzas de seguridad.
Durante estos días había
comprobado que las calles eran seguras. Quizá el temor a la reacción de la
policía, que probablemente era temida como en tiempos de la dictadura
comunista, provocaba un efecto disuasorio a los delincuentes. No se detectaban
delitos con violencia. Seguro que había carteristas. En mis lecturas en las
semanas posteriores confirmé que el gobierno llevaba tiempo trabajando para
erradicar la delincuencia dominada por las mafias y la de medio pelo que tanto
asusta al ciudadano de a pie.
Mi intención era cambiar de
itinerario y no volver directamente a Vitosha. A la altura de la mezquita giré
hacia la izquierda, hacia los antiguos baños reconvertidos en museo, y dejé que
fuera mi intuición la que me dirigiera: un acierto. La zona estaba animada,
justo lo que buscaba como viajero solitario a la caída de la tarde.
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