Siempre que asoma el final de un
viaje he sentido que lo mejor sería que después del desayuno, a buena hora, sin
grandes madrugones, claro, chascara los dedos y apareciera en casa. No soy de
despedidas largas y sentimentales y esta vez no había nadie para decirme adiós
en el aeropuerto, en el hotel o en mi última parada en la ciudad. Tatiana se
había despedido de mí la noche anterior.
Menos mal que el viajero piensa,
pero son las aerolíneas las que dictan cuándo se va el pasajero y en esta
ocasión había sido agraciado con una mañana adicional, un extra fruto de los
caprichos de quien diseñara los horarios. Digamos que era una compensación por
la tarde y la noche perdidos en la jornada de mi inicio del viaje.
La puesta en escena era
magnífica y el sol era esplendoroso. Buen trabajo de planificación de quien
estuviera al mando de la meteorología ya fuera un científico, un dios tracio,
un santo ortodoxo o católico o vaya usted a saber qué juegos de conjunciones
climatológicas. Me conformé con disfrutar del buen resultado que hacía honor a
aquella leyenda búlgara que achacaba a la impuntualidad de estas gentes que
Dios se apiadara de ellos en el reparto del mundo y les asignara un trozo de
paraíso.
Al levantarme a las siete y
media de la mañana me sentía recuperado. Me afeité, me duché, hice la maleta y
bajé a desayunar. Los del desayuno y el de recepción me saludaron con una
amplia sonrisa. No sabía si interpretarlo como “por fin se pira este tío” o un
más profesional con sentido del servicio “gracias por haber sido nuestro
cliente”. Dejé la maleta en consigna y el siguiente saludo fue el chirrido del
tranvía al parar frente al hotel. Cada uno tiene sus formas de manifestar su
tristeza y yo las respetaba todas.
0 comments:
Publicar un comentario