La tarde había apaciguado el
calor y las penumbras ayudaban a pasear sin pesadumbre. La ciudad volvía a
despertar para acariciar el final del día.
Me senté en una terraza en
Ploshtad Nezavisimost, cerca de la Presidencia y con la mirada orientada hacia
la Casa del Partido. Estaba en la zona más animada, donde calentaba motores la
juventud ávida por gozar desenfrenadamente. Acompañaba mi divagar una música techno
asumible, montones de chicas jóvenes y guapas, tráfico reducido y una buena
cerveza. Saqué mi libreta y escribí un rato.
Pasé ante el Arqueológico y la
terraza de la noche anterior, el Palacio Real y el jardín de la Ciudad repleto
de gente en los bancos. Me senté en la terraza del Gran Hotel y pedí un vino
blanco y un sándwich club con el que podrían haber comido fácilmente dos
personas. Los niños correteaban en la zona infantil aportando su alegría al
ambiente nocturno, los turistas nos relajábamos en la terraza después de
haberlo entregado todo al servicio de la cultura de la ciudad. Los jóvenes
hacían lo que podían para divertirse.
Era mi última noche en Sofía,
una ciudad que me había capturado para su causa. Había disfrutado mucho explorando
sus calles, viviendo la noche de forma moderada, empapándome de su historia y
su cultura. Había generado en mí un fuerte deseo de regresar al país y ampliar mis
horizontes por el interior, por las zonas menos asequibles, más auténticas. Marqué
la primavera siguiente como objetivo. Habrá que esperar un poco más.
Mi último paseo nocturno fue
bastante plácido. Me orienté por la luz de los locales, me asomé a alguno de
ellos. Me hubiera tomado una copa, pero me venció el cansancio. Prolongué mis
pasos y me condujeron, cómo no, a Vitosha, siempre fiel punto de orientación.
Caminé sin prisa hacia el hotel.
Mi cuerpo notaba el sentimiento
de regreso.
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