Me crucé con el autobús que subía.
Saludé a mi conductor favorito por sus servicios prestados. Me devolvió el
saludo. Controlé la hora para ver hasta dónde podía apurar. Algo más abajo, me
encontré a la familia del monasterio que trataban de averiguar a qué hora
pasaba el siguiente autobús: casi 40 minutos. Me animé a seguir.
Aparecieron los primeros signos
de urbanismo: un restaurante, una casa envidiable. Las vistas sobre Sofía eran
ahora más diáfanas. La ciudad me pareció extensísima.
Con el mayor agrupamiento de
casas las paradas estaban más juntas. En un lugar dudé si debía de ir por la
derecha o por la izquierda. No ayudaron mucho los dos siguientes coches. Uno
giró hacia un lado y el otro se decantó por el otro. Me recordó a aquellos
cuentos albaneses del camino “de irás y no volverás”. Tomé a la derecha.
En un pequeño y rústico
restaurante donde los currantes de la zona comían compré una Coca Cola para
reponer líquido y glucosa. Pregunté por la parada. Un joven me indicó su
ubicación. Allí me encontré al matrimonio con las dos niñas. Escribí un rato a
la sombra. La pequeña no me quitaba ojo. Llegó el autobús con mi buen amigo el
conductor. Se sonrió. Esta vez pagué el billete. A pesar de las obras y los
desvíos llegamos en pocos minutos.
No me calenté mucho la cabeza
para localizar un lugar donde comer. El centro comercial ofrecía bastantes
alternativas. Estaba algo matado.
Me entró sueño. Sin embargo, me
resistí y tomé el metro hasta el Palacio Nacional de Cultura.
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