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Un paseo por Sofía y Plovdiv 107. Un plácido descenso.

 


Volví a subir hasta la carretera y empecé a bajar a paso contenido: quería disfrutar el paisaje que ofrecía matices, sorpresas, colores, como de otoño. Un regato que saltaba cantarín por un surco. La carretera era de adoquines y a veces estaban levantados. Procuré ir por zona de tierra y a la sombra para que no se quejaran ni mi cabeza ni mis pies. Pasó un coche. Tardó en pasar otro. Me entregué a mis pensamientos sin alcanzar un éxtasis místico. Siempre es buena la introspección sin caer en un bucle de obsesiones y perturbaciones. La tranquilidad se apoderaba de mí y yo me abandonaba a ella. Fue un juego de amor que me condujo a una liberación benéfica.



Sin darme cuenta, en mis cavilaciones, como si fuera uno de esos monjes que meditaba y rezaba, alcancé el mirador. No se vislumbraba la ciudad, que apuntaba leves trazos en otra dirección. El campo era amplio y las montañas en el horizonte se quejaban de haber perdido su perfil por la bruma. La colina provocaba ese efecto. Un poco más allá, al continuar mi descenso, topé con un par de tumbas. Extraje ese momento de mi mente con eficacia para que no rompiera con el encanto del momento.



Un padre y su hijo bajaron de un coche. El chaval trepó por un árbol. El padre le dejó hacer, quizá porque él había hecho lo mismo a su edad. Se identificaba plenamente con los deseos de libertad y diversión de su hijo. Simbolizaban los valores del lugar, siempre positivos, básicos, sencillos, una ayuda para la felicidad. Quizá debí pedirles que me bajaran hasta el pueblo, aunque aún me apetecía caminar.

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