Volví a subir hasta la carretera
y empecé a bajar a paso contenido: quería disfrutar el paisaje que ofrecía
matices, sorpresas, colores, como de otoño. Un regato que saltaba cantarín por
un surco. La carretera era de adoquines y a veces estaban levantados. Procuré
ir por zona de tierra y a la sombra para que no se quejaran ni mi cabeza ni mis
pies. Pasó un coche. Tardó en pasar otro. Me entregué a mis pensamientos sin
alcanzar un éxtasis místico. Siempre es buena la introspección sin caer en un
bucle de obsesiones y perturbaciones. La tranquilidad se apoderaba de mí y yo
me abandonaba a ella. Fue un juego de amor que me condujo a una liberación
benéfica.
Sin darme cuenta, en mis
cavilaciones, como si fuera uno de esos monjes que meditaba y rezaba, alcancé
el mirador. No se vislumbraba la ciudad, que apuntaba leves trazos en otra
dirección. El campo era amplio y las montañas en el horizonte se quejaban de
haber perdido su perfil por la bruma. La colina provocaba ese efecto. Un poco
más allá, al continuar mi descenso, topé con un par de tumbas. Extraje ese
momento de mi mente con eficacia para que no rompiera con el encanto del
momento.
Un padre y su hijo bajaron de un
coche. El chaval trepó por un árbol. El padre le dejó hacer, quizá porque él
había hecho lo mismo a su edad. Se identificaba plenamente con los deseos de
libertad y diversión de su hijo. Simbolizaban los valores del lugar, siempre positivos,
básicos, sencillos, una ayuda para la felicidad. Quizá debí pedirles que me
bajaran hasta el pueblo, aunque aún me apetecía caminar.
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