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Un paseo por Sofía y Plovdiv 106. El monasterio Dragalevtsi II.


 En el interior, la pared derecha estaba cubierta de frescos representando a santos. La izquierda estaba cubierta de iconos. El iconostasio era atractivo. Me puse a hacer unas fotos y escuché una voz que decía algo en búlgaro. Era un monje muy mayor, de barba blanca y larga, bastante cascarrabias. “No photo”, me increpó, como si lanzara sobre mí un anatema. Cuando un rato más tarde le pregunté si se podía visitar el monasterio contestó con un escueto y seco “no visit”. Ese fue todo nuestro encantador diálogo. Quizá la causa de la negativa fuera que el monasterio era la residencia veraniega de la alta jerarquía búlgara, nuevamente, según la guía.

El jardín, parte del denso bosque, me atrajo y me entregué a un paseo por sus inmediaciones. Era inspirador. Me imaginé refugiado en sus laderas para escribir ayudado por los duendes y las hadas. Subí un poco por la loma, contemplé las columnas, el entorno, la idea de aislamiento para el silencio y el diálogo interior. Un matrimonio con dos preciosas y encantadoras niñas pequeñas me saludó. Se sentaron en una pérgola. La pequeña le dijo algo a su padre sobre mí. Observé las evoluciones del monje, que iba mascullando algo. Evidentemente, le incordiábamos. La luz se filtraba por el techo de hojas.

Me resistía a irme porque estaba allí muy a gusto. Volví a asomarme a la iglesia y recibí otra vez el mensaje negativo del cascarrabias. Ni le miré. Pensé que ya tendría su penitencia.



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