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Un paseo por Sofía y Plovdiv 105. El monasterio Dragalevtsi I.


 

El conductor cantó mi parada. Me bajé y le di las gracias sinceramente. Mi impresión es que se quedó un poco preocupado al dejarme allí tan indefenso. Como si me fueran a atacar los lobos y los osos del bosque que seguro estaban sobando a la espera de que refrescara el día y que los visitantes les dejaran salir en paz para beber y cazar algo para la cena. Yo no entraba en su menú: no era carne tierna.



Por supuesto, el lugar carecía de indicador alguno que señalizara el monasterio. Tuve que pensar como si fuera un monje e intuir que el lugar tenía que estar oculto. Bajé buscando cualquier signo de su existencia. El bosque era cautivador. No tardé en encontrar mi premio.

El primer edificio era moderno. Podría ser un chalé ostentoso o una casa de ejercicios espirituales. Su forma escalonada me recordó a una estructura religiosa de cúpulas sustentadas por medias cúpulas.



La estructura principal del monasterio era blanca con el ribete rojo. Los arcos estaban más marcados alternando el blanco y el rojo, con un evidente toque oriental. Temí que no pudiera acceder a él. Sin embargo, la puerta de la cancela estaba abierta, por lo que me animé a entrar y acercarme a la iglesia. Una parte de la galería porticada conservaba en buen estado los frescos medievales. Busqué a Radoslav Mavur, el boyar o señor local que reconstruyó el monasterio bajo el dominio turco, y a su esposa Vida. Estaban en el muro norte del vestíbulo, según la guía. Me llamó la atención que las imágenes carecieran de rostro. Según me explicaron en otra ocasión, los peregrinos besaban los rostros y los tocaban con los dedos, provocando el desvanecimiento de las caras hasta su desaparición.

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