El conductor cantó mi parada. Me
bajé y le di las gracias sinceramente. Mi impresión es que se quedó un poco preocupado
al dejarme allí tan indefenso. Como si me fueran a atacar los lobos y los osos
del bosque que seguro estaban sobando a la espera de que refrescara el día y
que los visitantes les dejaran salir en paz para beber y cazar algo para la
cena. Yo no entraba en su menú: no era carne tierna.
Por supuesto, el lugar carecía
de indicador alguno que señalizara el monasterio. Tuve que pensar como si fuera
un monje e intuir que el lugar tenía que estar oculto. Bajé buscando cualquier
signo de su existencia. El bosque era cautivador. No tardé en encontrar mi
premio.
El primer edificio era moderno. Podría
ser un chalé ostentoso o una casa de ejercicios espirituales. Su forma escalonada
me recordó a una estructura religiosa de cúpulas sustentadas por medias
cúpulas.
La estructura principal del
monasterio era blanca con el ribete rojo. Los arcos estaban más marcados
alternando el blanco y el rojo, con un evidente toque oriental. Temí que no
pudiera acceder a él. Sin embargo, la puerta de la cancela estaba abierta, por
lo que me animé a entrar y acercarme a la iglesia. Una parte de la galería
porticada conservaba en buen estado los frescos medievales. Busqué a Radoslav
Mavur, el boyar o señor local que reconstruyó el monasterio bajo el dominio
turco, y a su esposa Vida. Estaban en el muro norte del vestíbulo, según la
guía. Me llamó la atención que las imágenes carecieran de rostro. Según me
explicaron en otra ocasión, los peregrinos besaban los rostros y los tocaban
con los dedos, provocando el desvanecimiento de las caras hasta su
desaparición.
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