El viajero era ajeno al
desaliento y como no tenía que discutir con nadie que le echara la bronca por
la mala planificación, se volvió a sonreír, cambió el objetivo de la cámara y
se dio cuenta de que ese paraíso primitivo era una delicia. A nadie perjudicaba
salvo, quizá, a sí mismo. Y a él le daba igual todo, pues de esta forma tendría
experiencias que poder contar al regreso.
El conductor pasó de volver a
cobrarme. Pensé que era mucho más majo de lo que había vaticinado al principio.
Si supiera su nombre le incluiría en el apartado de agradecimientos.
En el descenso fui como un crío
inexperto al que le impresionara todo. Seguro que si alguien me hubiera visto
en ese momento (en la primera fila, cerca del conductor, por si acaso) hubiera
alucinado con mi rostro de satisfacción. Acechaba el paisaje, tomaba fotos que
no valían absolutamente para nada, cambié al video y me relajé disfrutando sin
el apoyo de la tecnología.
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