Intuí el mirador por una pequeña
pasarela de madera, me imaginé que aquel aparcamiento con pocos coches sería el
del monasterio, que no vi señalizado de manera contundente, y cuando ya
llevábamos un buen rato de ascensión alcanzamos el final del trayecto en el
hotel Moreli. En lo alto de la montaña, de un jugoso verde refrescante, observé
las pilonas de un telesilla o teleférico de lo que era una estación de esquí en
su tiempo de descanso hasta el inicio de la temporada de invierno. Los
senderistas tomaron la prolongación de la carretera, cada uno a su ritmo vivo o
cansino, una mochila a la espalda y sin sacar aún los palos de trekking.
Le pregunté al conductor, que me
había parecido un tronquete resabiado, por el monasterio. Se sonrió de forma
irónica, como diciendo “otro loco suelto”. Sin embargo, era hombre de buen
corazón y me acogió bajo su protección, como un San Jorge moderno y motorizado.
Aunque era cuesta abajo, estaba a unos 10 kilómetros. Cuando le dije que quería
hacerlo a pie no debió de verme cara de peregrino o ya fue consciente de que
mis pies iban más currados de lo deseable. En un limitado inglés me dijo que
volviera con él. Le pregunté, por aquello de ver el lugar y hacer unas fotos, cuando
saldríamos y me dijo que en unos 10 o 15 minutos.
Recorrí los alrededores
inmediatos, inmortalicé el lugar con mi cámara, respiré aquel aire puro y me
pregunté cómo coño me había embarcado en aquello. Como antes hiciera el
conductor, sonreí y me di cuenta de que estaba ejerciendo de viajero solitario
al que le importa un carajo equivocarse. Si hubiera sido necesario hubiera
hecho autostop, hubiera rogado a alguna alma caritativa o me hubiera dejado una
pasta con alguno de los taxis que bajaban y que hubieran hecho el agosto conmigo
(por cierto, el mes en su primer día).
0 comments:
Publicar un comentario