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Un paseo por Sofía y Plovdiv 103. Una sorpresa inesperada.


 

Intuí el mirador por una pequeña pasarela de madera, me imaginé que aquel aparcamiento con pocos coches sería el del monasterio, que no vi señalizado de manera contundente, y cuando ya llevábamos un buen rato de ascensión alcanzamos el final del trayecto en el hotel Moreli. En lo alto de la montaña, de un jugoso verde refrescante, observé las pilonas de un telesilla o teleférico de lo que era una estación de esquí en su tiempo de descanso hasta el inicio de la temporada de invierno. Los senderistas tomaron la prolongación de la carretera, cada uno a su ritmo vivo o cansino, una mochila a la espalda y sin sacar aún los palos de trekking.



Le pregunté al conductor, que me había parecido un tronquete resabiado, por el monasterio. Se sonrió de forma irónica, como diciendo “otro loco suelto”. Sin embargo, era hombre de buen corazón y me acogió bajo su protección, como un San Jorge moderno y motorizado. Aunque era cuesta abajo, estaba a unos 10 kilómetros. Cuando le dije que quería hacerlo a pie no debió de verme cara de peregrino o ya fue consciente de que mis pies iban más currados de lo deseable. En un limitado inglés me dijo que volviera con él. Le pregunté, por aquello de ver el lugar y hacer unas fotos, cuando saldríamos y me dijo que en unos 10 o 15 minutos.



Recorrí los alrededores inmediatos, inmortalicé el lugar con mi cámara, respiré aquel aire puro y me pregunté cómo coño me había embarcado en aquello. Como antes hiciera el conductor, sonreí y me di cuenta de que estaba ejerciendo de viajero solitario al que le importa un carajo equivocarse. Si hubiera sido necesario hubiera hecho autostop, hubiera rogado a alguna alma caritativa o me hubiera dejado una pasta con alguno de los taxis que bajaban y que hubieran hecho el agosto conmigo (por cierto, el mes en su primer día).

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