La impertinente dictadura del
despertador se activó por partida doble a las siete y media de la mañana. Me
hubiera dejado devorar por las sábanas sin oponer resistencia alguna con la
excusa del cansancio acumulado. Como para recuperarme totalmente hubiera
necesitado al menos un par de días, aplacé esa recuperación hasta mi regreso a
casa. Consideré que un potente desayuno acabaría con mis males y me deleité
nuevamente con el afamado yogur búlgaro. El lector deducirá que así no se
combate el cansancio.
El objetivo de aquella mañana
también se encontraba en los alrededores: el monasterio de Dragaletsi, al que cambié
varias veces el nombre por la confusión con que escribí sus últimas letras.
Estaba incrustado en la soberbia montaña Vitosha que ya había visitado, días
atrás, en la excursión a Boyana.
Gozaba de un triple atractivo. Por
una parte, el religioso: era uno de los monasterios búlgaros de mayor prestigio.
Su historia se remontaba hasta el siglo XIV, erigido durante el reinado del zar
Iván Alexandûr. La invasión otomana causó su abandono, aunque fue refundado un
siglo después.
El segundo atractivo era
paisajístico. El bosque de la montaña lo había acogido, rodeado y protegido. Ese
enclave cumplía con el claro deseo del aislamiento. El silencio y la naturaleza
eran los mejores motores para la inspiración mística, para el diálogo con Dios
y para su mejor servicio de la mano del arte.
El patriotismo era su tercer
atractivo. Los monasterios de la Iglesia ortodoxa habían sido reductos de la
cultura y el espíritu nacional búlgaro. Apoyaron significativamente el
movimiento de liberación del yugo turco. Además, en Dragaletsi, estuvo
escondido al cuidado de los monjes el héroe nacional por la independencia: Iván
Levski. En ningún otro lugar hubiera gozado de mejor protección para impulsar
sus fines.
Con esos antecedentes se me
quitó el cansancio y salí a la conquista de mi objetivo.
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