Regresamos a la plaza del Duomo
y nos sentamos en una de sus terrazas. Era agosto, el calor se había
domesticado con la noche. Pedimos un gin
tonic y observamos pasar a la gente.
El telón de fondo es la catedral
y su erizado de pináculos que sustituyen a las tradicionales torres de otras
iglesias. La fachada blanca se delinea contra la oscuridad de la noche. La
luna, pequeñita, adorna el cielo. Las ventanas y las puertas parecen los ojos y
las bocas de un animal mitológico que se hubiera tumbado a descansar.
La plaza es enorme y deja
respirar a la gran estructura que ocupa el lado este. Los edificios que la
rodean son señoriales, de altura moderada, todos suavemente iluminados.
La simple combinación de la
plaza, la catedral y la gente es suficiente para pasar un buen rato en aquel
observatorio privilegiado de la plaza. El precio de la copa es exagerado pero
el espectáculo lo vale.
Se acercaba el final de
septiembre y el moderado trasiego, con tendencia a escaso, de agosto, se
convirtió en el ajetreo de una ciudad briosa en día de diario. El metro iba a
rebosar y la plaza la compartían las palomas con los transeúntes. La fachada
principal estaba a contraluz. Las figuras que coronaban los pináculos mantenían
el equilibrio milagrosamente.
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