Cuentan que su otro gran amor
fue su activismo político y revolucionario muy vinculado con la causa de Macedonia
que defendía la Organización Interna Revolucionaria de Macedonia, a la que
pertenecía Peyu. Quizá ese perfil patriótico, unido a sus versos incendiados de
heroísmo y amor, atrajeron a las mujeres, lo que provocó los celos de Lora, que
acabó suicidándose. Peyu, en su desesperación, también se pegó un tiro. No
murió: quedó ciego. La familia de Lora le culpó de su muerte; le acusaron de
haberla asesinado. Entablaron un pleito contra él. La sociedad le dio la
espalda, le había condenado y optó por abandonar este mundo envenenándose. Esta
vez el remedio fue desdichadamente eficaz.
El interior de la casa era
sencillo, una casa burguesa de principios del siglo XX. Denotaba cierto nivel
económico. El salón parecía habitado por sus espíritus, el mobiliario como si
hubieran salido un rato antes para una visita de compromiso. Se me apareció la
pareja en limpia armonía, viviendo su amor y demostrando una pasión que apenas
podían esconder por pudor. Nada cabía sospechar del trágico final. El
dormitorio era más sencillo. Observé el diván en que murió, su máscara
mortuoria. Y la carta con su adiós. La luz no impidió que la habitación me
transmitiera oscuridad, temor, vibraciones negativas. Respiraba muerte.
El gabinete era práctico. La
mesa en que escribió sus últimos poemas miraba al exterior. La ventana
iluminaba el interior. Esas tres salas eran las únicas que pude visitar.
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