La Casa Roja, a la que me
acerqué más tarde, estaba situada en la calle Lyuben Karavelov (1834-1879), otro
escritor, periodista y revolucionario. Fue el único que vio cumplido el sueño
de una Bulgaria independiente, aunque por poco tiempo, al morir poco tiempo después.
Tras la ejecución de Levski su fervor revolucionario se enfrió y se dedicó a la
divulgación científica, lo que le valió en aquellos tiempos numerosas críticas.
El apoyo a la lucha armada
contra el imperio Otomano fue desigual en el país. Los círculos intelectuales,
a los que pertenecían los personajes a los que se dedicaban estas calles, y las
ciudades eran el núcleo esencial. Los campesinos y los comerciantes más ricos eran
más tibios ya que veían peligrar sus intereses. La estabilidad económica
quedaría afectada y la propiedad de la tierra en duda. Iván Vasov lo refleja en
su obra Bajo el yugo, sobre la que volveré más adelante:
-No
puedo comprender la mentalidad de los que corren tras el viento, que disparan
en el valle del monasterio y que deliran tonterías; menos aún puedo comprender
a las cabezas viejas donde zumban escarabajos… ¿Cómo puede un imperio de cinco
siglos, que daba miedo a todo el mundo, derrumbarse ante algunos mozalbetes con
fusiles anticuados? Ayer encontré a mi hijo Vasili que llevaba un viejo fusil
para derribar él también a Turquía en el prado del monasterio. Una vez le
encargué que matase un pollo y salió a la calle para pedir al primer transeúnte
que lo hiciera: me explicó que le horrorizaba ver correr sangre. “¡A casa! -le
dije-. ¡Tonto! A quién quieres tú matar; que lo mate Dios”. Nos encontramos en
un infierno. ¿Un levantamiento? ¡Dios nos libre! Sería la catástrofe. No
quedaría piedra sobre piedra.
Ganko, el
dueño del café, intervino también.
-Tiene
razón Marko. El levantamiento será nuestra desgracia -y miró hacia el techo
donde estaban anotadas con tiza las deudas de sus clientes.
Las
consideraciones de Marko no le agradaron a Micho.
-Marko,
hablas como un sabio, pero hay otras personas que son más sabias que nosotros,
que han previsto que todo eso ocurrirá. Turquía cueste lo que cueste, debe
caer.
-Yo no
creo en vuestros profetas -dijo Marko aludiendo a Martín Zadek en quien el chorbayí
Micho tenía una fe mística-. No basta que lo diga tu Zadek. Podría decirlo el
mismo rey Salomón y tampoco creería que podemos hacer algo. No quiero niñadas.
-Pero
mira, Marko, ¿y si eso es una cosa decidida por Dios? -preguntó el pope Stavri.
-Lo que
Dios ha decidido es que nos quedemos quietos, abuelo pope. Si Él ha decidido
que Turquía debe perecer, no nos confiará esa tarea a nosotros, que somos unos
mocosos.
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