Una espaciosa plaza en la que
penetraba la luz exterior aglutinaba una parte importante del mundo medieval. Tuve
la sensación de regresar a un mundo conocido al ser similares las
manifestaciones artísticas y culturales a las de Occidente, con importantes
matices. Puertas sagradas, textiles de un impactante diseño, frescos,
mobiliario sacro, orfebrería y otros objetos me impresionaron.
Salí a la cafetería, me senté y
bebí un refresco, escribí un poco, contemplé la montaña y la mutación del cielo
desde la oscuridad de las nubes hasta un sol de justicia. Llegaron un par de
grupos y hui de ellos.
Regresé al interior con la
impresionante colección del periodo de la dominación otomana que abarcaba desde
finales del siglo XIV hasta el último tercio del siglo XIX. Los trabajos de
orfebrería, nuevamente, eran extraordinarios. En una sala exhibían unos frescos
con el juicio final, iconos y objetos litúrgicos, libros de salmos, muchos
editados en Venecia en el siglo XVI, cruces con miniaturas e iconostasios. La
religión y la iglesia estaban muy presentes en la historia de Bulgaria.
Subí a la zona de trajes
militares y la época del movimiento para la independencia, abundante en armas y
objetos cotidianos. Me agradó la parte dedicada a los primeros pasos del cine.
Atravesé el periodo de la Segunda Guerra Mundial, que tantos quebraderos de
cabeza causó a este país. Tampoco me entretuve demasiado en la zona etnográfica
y de trajes populares. Era consciente de que aquello era inabarcable en una
mañana y podía caer en la saturación.
Salí y abandoné la idea de ir a
Digrilitsa. Era una movida tomar el 64, cambiar al 66 y probar fortuna.
En el 2 volví a entrar en
contacto con el proletariado soberano, los jardines sin cuidar, los edificios
descascarillados, el mundo gris y sin aparentes esperanzas.
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