Imaginación y curiosidad: eso me
aconsejaba, o demandaba, mi buena amiga Carmen (que es periodista y escritora, de
las buenas) cuando todo parece torcerse con intención de quebrarse. Yo añadiría
una pizca de templanza para completar la receta.
Tampoco había que ponerse
trascendental aquella mañana. Solo era el plan de una jornada de viaje, nada
que fuera a cambiar el destino de mi vida. Las dos noches anteriores había
tratado, infructuosamente, de reformular aquel día con la contratación de una
nueva excursión. No hubo forma. Incluso falló varias veces la plataforma de
pago del turoperador cuando ya me había decidido. Los dioses se habían
posicionado en mi contra.
Por eso había que recurrir a la
imaginación, aunque debo reconocer que hice alguna trampa ya que la guía y
Tatiana se habían adelantado a mis indecisiones y habían marcado mi destino con
suculentas sugerencias. El Museo Nacional de Historia había vencido por amplia
mayoría.
Me levanté a las siete y media,
cansado, me aticé otro desayuno pasado de calorías con un aporte extra de yogur
búlgaro, y me pregunté qué podía salir mal con la tripa llena. Seguro que el
yogur relajaría mis cargadas piernas.
Con decisión, tomé la línea 2
del metro en dirección sur hasta el Palacio Nacional de la Cultura. Empezaba a
dominar el transporte público de la ciudad gracias a uno de los planos que me
habían entregado. Figuraban los trayectos de metro, autobús y trolebús. Todo un
tesoro que se fue desmigando con el trajín de consultas.
Subí al trolebús 2 y pregunté al
conductor por Boyana. Contestó rotundamente: “Da”.
Los alrededores de Sofía son
bastante horrorosos (en qué gran ciudad no lo son). El cinturón de barrios-dormitorio
es una alienante sucesión de bloques de hormigón decididamente configurados
para atacar la sensibilidad burguesa del visitante. Son decrépitos e
impersonales, un freno a la lujuria urbanística. Es imposible enamorarse de
ellos. Como no tuve ocasión de visitar ninguno de esos edificios recurro a
Wagenstein y su Lejos de Toledo:
Para un
extraño en la noche, como dice una célebre canción, no hay nada más
desesperante que buscar el número de un bloque de viviendas en una ciudad
búlgara o tratar de descifrar, en la oscuridad de la entrada, los apellidos de
los vecinos sobre los timbres maltrechos, que muy a menudo no funcionan.
No sé
qué arquitectos diseñaron ese esperpento de hormigón que a lo mejor tiene su
explicación social y económica, o al menos un amago de explicación, pero lo
cierto es que, obviamente, no se trata de dos o tres casos aislados, sino de
una verdadera escuela académica. No penséis que es algo personal, pero creo que
más valdría reorientarlos hacia la planificación de cuarteles militares. Estos
espacios comunales son hasta tal punto antifuncionales, y están tan mal
iluminados y distribuidos, que uno creería que la existencia de cada individuo
no empieza hasta el felpudo de su propio apartamento. Como si fuera de éste
quedara prohibida o fuese inútil toda preocupación por el confort o la belleza
o cualquier otro signo exterior de bienestar.
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