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Un paseo por Sofía y Plovdiv 76. La estación y una despedida de película


 

Fue difícil encontrar un lugar dónde comprar agua y algo de comer. La cafetería estaba cerrada. En las inmediaciones no había nada abierto, salvo un puesto regentado por chinos. Compré dos botellas para mi viaje de tres horas.

Esperé mensajes en el idioma local y en inglés. La información de los paneles estaba en cirílico. Ni rastro de otro idioma. Enseñé mi billete a una señora tras una diminuta ventanilla. Aunque no fuera información algo me diría. Señaló el andén número 1. Parecía que todos los que esperábamos en los bancos íbamos en el mismo tren, el 8602 procedente de Burgas, en el mar Negro. Iba con diez minutos de retraso, al igual que el anterior.

Me entretuve observando a los personajes de la estación, mucho más entretenido de lo que parecía. A una chica que se estaba despidiendo desde una ventanilla de un vagón se le cayeron las gafas de sol. Un señor, amablemente, cruzó las vías, las recogió y se las entregó. Regresó al andén con prudencia.

Me estaba entrando un sopor preocupante. Debía estar atento hasta que me sentara en mi asiento del vagón. Y entonces recordé la escena de la despedida de Araxi y Albert, una despedida triste y melancólica:

Cuando salí al andén, el tren ya estaba a punto de ponerse en marcha. Los revisores lanzaban silbidos estridentes y la asmática locomotora, envuelta en humo y vapor, empezó a jadear más deprisa. Logré distinguir los letreros escritos en letras latinas que colgaban sobre los ahumados y sucios vagones de color verde: “Estambul-París”.

Por fin los divisé en una de las ventanillas de un vagón de segunda: madame Marie Vartanian y el señor Vartanian, asomando la cabeza por encima de la de ella.

Algunas personas, a buen seguro parientes, caminaban en paralelo al tren y les gritaban algo en armenio con voz jovial. Hubo, desde luego, lágrimas de despedida y sonrisas a través de las lágrimas. Eché a correr hacia ellos, y mi antigua profesora fue la primera en verme tratando de abrirme paso como podía en medio de la muchedumbre que había ido a despedir a los suyos. Exclamó, feliz y excitada:

-¡Querido Berto, mi querido Berto! ¡Qué bien que hayas venido! ¡Saluda a tus abuelos de mi parte! Y ven a visitarnos, ¿me oyes?

Entonces apareció en la ventanilla Araxi y se asomó peligrosamente afuera. Gritó algo, pero sus palabras se hundieron en el pitido de la locomotora. Por el movimiento de sus labios entendí que decía: “¡Te escribiré!”.

Luego me fui quedando atrás y me detuve: había llegado al final del andén. El tren fue alejándose, la locomotora dio un último pitido a modo de despedida y vi desaparecer el último vagón. Justo encima de mi cabeza colgaba el letrero escrito en caracteres cirílicos y latinos: “Plovdiv”.

Como ya he dicho, ella nunca me escribió.

Me hubiera gustado una despedida tan dramática, tan de película. También que en el vagón de primera activaran el aire acondicionado. O que la tremenda señora de al lado dejara de comer todo lo que caía en sus manos. Me hubiera encantado disfrutar de un asiento en la fila solitaria.

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