Fue difícil encontrar un lugar dónde
comprar agua y algo de comer. La cafetería estaba cerrada. En las inmediaciones
no había nada abierto, salvo un puesto regentado por chinos. Compré dos
botellas para mi viaje de tres horas.
Esperé mensajes en el idioma
local y en inglés. La información de los paneles estaba en cirílico. Ni rastro
de otro idioma. Enseñé mi billete a una señora tras una diminuta ventanilla.
Aunque no fuera información algo me diría. Señaló el andén número 1. Parecía
que todos los que esperábamos en los bancos íbamos en el mismo tren, el 8602
procedente de Burgas, en el mar Negro. Iba con diez minutos de retraso, al
igual que el anterior.
Me entretuve observando a los
personajes de la estación, mucho más entretenido de lo que parecía. A una chica
que se estaba despidiendo desde una ventanilla de un vagón se le cayeron las
gafas de sol. Un señor, amablemente, cruzó las vías, las recogió y se las
entregó. Regresó al andén con prudencia.
Me estaba entrando un sopor
preocupante. Debía estar atento hasta que me sentara en mi asiento del vagón. Y
entonces recordé la escena de la despedida de Araxi y Albert, una despedida
triste y melancólica:
Cuando
salí al andén, el tren ya estaba a punto de ponerse en marcha. Los revisores
lanzaban silbidos estridentes y la asmática locomotora, envuelta en humo y
vapor, empezó a jadear más deprisa. Logré distinguir los letreros escritos en
letras latinas que colgaban sobre los ahumados y sucios vagones de color verde:
“Estambul-París”.
Por fin
los divisé en una de las ventanillas de un vagón de segunda: madame Marie
Vartanian y el señor Vartanian, asomando la cabeza por encima de la de ella.
Algunas
personas, a buen seguro parientes, caminaban en paralelo al tren y les gritaban
algo en armenio con voz jovial. Hubo, desde luego, lágrimas de despedida y
sonrisas a través de las lágrimas. Eché a correr hacia ellos, y mi antigua
profesora fue la primera en verme tratando de abrirme paso como podía en medio
de la muchedumbre que había ido a despedir a los suyos. Exclamó, feliz y
excitada:
-¡Querido
Berto, mi querido Berto! ¡Qué bien que hayas venido! ¡Saluda a tus abuelos de
mi parte! Y ven a visitarnos, ¿me oyes?
Entonces
apareció en la ventanilla Araxi y se asomó peligrosamente afuera. Gritó algo, pero
sus palabras se hundieron en el pitido de la locomotora. Por el movimiento de
sus labios entendí que decía: “¡Te escribiré!”.
Luego me
fui quedando atrás y me detuve: había llegado al final del andén. El tren fue
alejándose, la locomotora dio un último pitido a modo de despedida y vi
desaparecer el último vagón. Justo encima de mi cabeza colgaba el letrero
escrito en caracteres cirílicos y latinos: “Plovdiv”.
Como ya
he dicho, ella nunca me escribió.
Me hubiera gustado una despedida
tan dramática, tan de película. También que en el vagón de primera activaran el
aire acondicionado. O que la tremenda señora de al lado dejara de comer todo lo
que caía en sus manos. Me hubiera encantado disfrutar de un asiento en la fila
solitaria.
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