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Un paseo por Sofía y Plovdiv 75. Hasta el parque del zar Simeón.


 

Contemplamos: niños que lloraban y eran consolados por sus madres con todo tipo de carantoñas, un pequeñín que daba sus primeros pasos ajeno al calorazo, dos jovencitas que se cambiaban continuamente de sitio al invadirlo el sol o sin razón alguna, un señor que no había cambiado el gesto hosco desde que nos habíamos sentado, y no creo que por nuestra causa, una familia que no sabía muy bien qué hacer, una chica a nuestra derecha que no paraba de hablar por teléfono, un camarero en la terraza de enfrente que sonreía a todo el mundo (¡qué majete y qué gran obra hacía!), una ráfaga de aire cargada de aceite saturado, una pareja que me recordaba a nosotros un rato antes cuando habíamos pasado varias veces indecisos antes de sentarnos, las hojas del árbol que había delante nuestro que se mecían imperceptiblemente. Las de al lado se pidieron el segundo apperol y el inmutable se movió para sacar otra cerveza. El mundo se alteraba ligeramente.



Aún quedaba tiempo hasta la salida de mi tren y bajamos nuevamente hasta los foros. Antes, me mostró algunas formas de arte urbano: murales, cierres de comercios, fachadas, curiosidades. Alcanzamos el parque del zar Simeón, donde tuvo lugar la exposición internacional que lanzó a Bulgaria al mundo. Estaba más animado que el resto de la ciudad y el calor (36º marcaba el termómetro de una farmacia) era más llevadero. Un grupo de gente jugaba al ajedrez u observaba a los jugadores. Todo el mundo buscaba la sombra. El personal se hidrataba en las fuentes o se lavaba la cara.



Tatiana me mostró algunas estatuas de personajes relevantes: Vasil Petleshkov, Hristo Botev… Me resultaba complicado retener sus nombres.

Nos entretuvimos un poco en el lago, donde unos críos se divertían bañándose, riéndose como locos, entrando y saliendo, exhibiendo su alegría a gritos. Se lo estaban pasando bomba.

Allí nos despedimos. Nos abrazamos para retener el cuerpo del otro como un recuerdo indeleble. Le agradecí que hubiera dedicado su tiempo a este viajero que quizá había perturbado su apretada agenda. Esta ciudad no hubiera sido igual sin su presencia, sin esa compañía que había multiplicado el placer por este lugar de tanto encanto.

Pasé la biblioteca Hristo Botev, tomé la avenida del mismo nombre, me desvié por las obras y alcancé la estación.

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