El calor era ese invitado
omnipresente, como la represalia por un gran pecado colectivo. Había despoblado
las calles. Los empleados de las tiendas se resignaban y nos miraban como
corderos degollados por la ausencia de clientes. Aunque hubieran cerrado no
hubieran perdido nada. Quizá no lo hacían porque les mantenía vivos el aire
acondicionado.
Continuamos hacia la zona copera
de la noche anterior buscando el contacto humano. Por supuesto, con mucha menos
gente. Quienes no estaban locos se resguardaban en sus casas o en los hoteles.
Los tendidos de sol estaban condenados al ostracismo. Serían ideales para
someter a tortura a cualquiera. Hubieran reconocido lo que quisieran sus
torturadores. El suelo escupía fuego y se agradecían los pulverizadores.
Ayudaban a socializar en una tarde de domingo en un verano tórrido.
Nos sentamos en una terraza y
Tatiana me preguntó por mis planes. Le comenté que habían anulado mi excursión
programada a Lovech y las cascadas de Krushunski, por lo que me dio un par de
consejos para los alrededores de Sofía que apliqué con éxito.
Fue ella quien me señaló a las
parejas de jovencitas de modelitos refrescantes y preciosos rostros. Se reía
cuando le decía que eran un regalo para la vista. Observamos a los grupos de
gente, a las familias con niños pequeños. La contemplación iba acompañada de
música moderadamente bailable. Me encantan los lugares de paso. Y la gente que
camina con un paso ideal para no sudar más de la cuenta. Yo había sudado
completamente lo que me había bebido (y algo más). La cara la llevaba saturada
de sol, quemada y tirante. No había forma eficaz de refrescarme. Un café con
hielo que me había aconsejado una camarera joven y encantadora me había
devuelto la vida.
0 comments:
Publicar un comentario