He ido bajando paulatinamente y
ahora toca ascender. Resoplo, sudo terriblemente. Sin embargo, mi corazón se
expande de júbilo. Un cartel anuncia el teatro antiguo, aplazado desde el día
anterior. Antes de entrar repongo líquidos con un zumo. Pago los 5 leva:
tirado de precio.
Esta obra incrustada en la
colina parece que fue iniciada bajo el mandato de Titus Flavius Cotis, el
heredero de una dinastía tracia, según leí en un panel, hacía el 90 d. C. También
acogió luchas de gladiadores, juegos de caza y reuniones de la asamblea tracia.
Estuvo en uso hasta el siglo IV. Fue reconstruido en la década de 1980. Según
Wagenstein, los arqueólogos descubrieron una inscripción lapidaria: en ese
teatro se representó por última vez la tragedia Medea.
Bajo a la escena y me convierto
en un improvisado actor que debuta ante un público entregado. Menos mal, porque
mis dotes escénicas son objetivamente mejorables. Me muevo sobre las tablas y
retrocedo en el tiempo dos milenios. Subo detrás de la escena y abarco con la
mirada todo el complejo: soy actor, espectador, tramoyista, empresario y, por
qué no, autor de una de las obras que se representa con éxito. Me traslado a
las gradas. Una parte de los sillares originales se han conservado. Por mi
cabeza pasan escenas teatrales sucesivas y fugaces.
Ha llegado la hora de comer. Tatiana
se reunirá conmigo más tarde. Me siento en el restaurante Antico, a la sombra,
bendecido por una tibia brisa. La cerveza me devuelve a la vida. La acompaño
con unos escalopes al vino y un capuchino. Me estabilizo, escribo un poco, me
entretengo con el paso de la gente. El sol, enardecido, esperará su momento
para saludarme con fuerza. Hay amistades más incómodas que otras.
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