El tiempo penetra en los
edificios y los destruye. Cuenta con la ayuda de la desidia, la incultura, los
agentes atmosféricos, los vándalos y los ladrones, las autoridades corruptas, los
especuladores deseosos de rapiñar por donde pasan, la naturaleza que busca
recuperar su sitio y un sinfín de elementos que provocan una eficaz destrucción.
Sin embargo, como si se
arrepintiera de sus malas obras y la pésima elección de aliados para su
venganza sin sentido, se apiada y concede una segunda oportunidad en forma de
rehabilitación para usos diversos y deleite de visitantes. El ciclo de la
creación y la destrucción se entretiene al dar un paseo por estas calles.
Escucho a una familia andaluza
con la que me he cruzado varias veces que la ciudad Vieja hay que devorarla a
golpe de calcetín, pateando, callejeando, dejándose llevar y siguiendo el
instinto que nos aleja de las aglomeraciones, siempre relativas en esta ciudad,
para devolvernos a un mayor componente de relación social. El viajero sabe que
debe relajarse para que el subconsciente tome el mando, calle arriba, calle
abajo, mirada al plano, que no sirve de mucho, admirando lo que no se espera y
aguantando bien el sol porque las calles son estrechas y regalan sombras
consolidadas. Te asomas a una casa, la fotografías, avanzas a la siguiente,
rezas por no perderte, te orientan los carteles, con otros que convencen de lo
contrario. Maravilloso. Controlando no caer deshidratado.
Me asomo a la casa Bakalova y su
coqueto jardín que desprende frescura. Renuncio a su exposición de pintura. También
al museo Etnográfico instalado en la casa renacentista de Argir Kuyumdzhioglu,
de 1847. La fachada es preciosa. Me siento en el jardín y pongo algo de orden
en mis notas. Realmente es una excusa para no marcharme demasiado pronto de
este lugar que me alegra la vista y el espíritu.
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