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Un paseo por Sofía y Plovdiv 67. San Jorge y Nebet Tepe.

 


Crucé por el paso subterráneo la amplia avenida y poco después giré a la izquierda, hacia la colina. La zona de copas seguía animada por los que desayunaban o tomaban un brunch. Las terrazas estaban a media entrada. Unas escaleras me condujeron hasta la iglesia de San Jorge que daba servicio a la pequeña comunidad armenia de la ciudad. El complejo se completaba con un colegio. Wagenstein nos deja unas pinceladas sobre cómo llegaron a la ciudad y su consideración general:

Éstos, los armenios, eran fugitivos de las terribles matanzas de Erzerum, cuando el monte Ararat se puso blanco de dolor y las truchas del lago Van lloraron lágrimas de sangre. Plovdiv fue entonces el primero en dar cobijo a los supervivientes, ofreciéndoles asilo, pan y vino. Vivían en las alturas, cerca de las rocas, donde habían construido su iglesia para que la cruz cristiana sostuviera los cielos cuando éstos se cargaban de nubes y amenazaban con desplomarse sobre la ciudad. Porque los armenios son gente agradecida, decía mi abuelo, y no olvidan el bien que se les ha hecho.



Entré en plena celebración, durante el momento de la consagración. Después, el sacerdote cubrió la zona del altar con una cortina que hizo las funciones de iconostasio. La voz del sacerdote era poderosa. Me cautivaron los preciosos cánticos. No pasé más allá de un par de metros de la puerta desde donde hice un par de fotos y traté de captar esos cánticos que parecían querer viajar hasta el entorno de otras comunidades. Me senté y escribí arropado por aquellos fervorosos cánticos. Era la ventaja de visitar iglesias en domingo.



Mi primera decepción fue Nebet Tepe, el complejo arqueológico que coronaba la colina de los guardias (que esa sería su traducción). También recibía el nombre de colina de Museo, siendo Museo el mejor alumno de Orfeo, según leí en Wikipedia. Fue el origen de la ciudad, su primer asentamiento hacia el 4.000 a.C. Quedaba poco de la fortaleza. Lo singular eran sus vistas y tomar el pulso a ese pasado remoto y legendario. Un postigo comunicaba la fortaleza con el río: una inteligente vía de escape.

Una valla impedía el paso. El movimiento de tierras y la presencia de maquinaria auguraba que las obras se prolongarían en el tiempo.

Buscando alternativas a ese mirador me asomé a una casa reconvertida en restaurante con suculenta terraza. Me entraron ganas de abandonar, quitarme la gorra, dejar de sudar y calzarme un refresco o una cerveza. Lo hubiera hecho una hora después. Pero el viajero es sacrificado y si no considera cumplidos sus objetivos se ve en la obligación de continuar. Quedaban demasiados atractivos para dejarse vencer por el impertinente calor.

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