Crucé por el paso subterráneo la
amplia avenida y poco después giré a la izquierda, hacia la colina. La zona de
copas seguía animada por los que desayunaban o tomaban un brunch. Las terrazas
estaban a media entrada. Unas escaleras me condujeron hasta la iglesia de San
Jorge que daba servicio a la pequeña comunidad armenia de la ciudad. El
complejo se completaba con un colegio. Wagenstein nos deja unas pinceladas sobre
cómo llegaron a la ciudad y su consideración general:
Éstos, los
armenios, eran fugitivos de las terribles matanzas de Erzerum, cuando el monte
Ararat se puso blanco de dolor y las truchas del lago Van lloraron lágrimas de
sangre. Plovdiv fue entonces el primero en dar cobijo a los supervivientes,
ofreciéndoles asilo, pan y vino. Vivían en las alturas, cerca de las rocas, donde
habían construido su iglesia para que la cruz cristiana sostuviera los cielos
cuando éstos se cargaban de nubes y amenazaban con desplomarse sobre la ciudad.
Porque los armenios son gente agradecida, decía mi abuelo, y no olvidan el bien
que se les ha hecho.
Entré en plena celebración,
durante el momento de la consagración. Después, el sacerdote cubrió la zona del
altar con una cortina que hizo las funciones de iconostasio. La voz del
sacerdote era poderosa. Me cautivaron los preciosos cánticos. No pasé más allá de
un par de metros de la puerta desde donde hice un par de fotos y traté de
captar esos cánticos que parecían querer viajar hasta el entorno de otras
comunidades. Me senté y escribí arropado por aquellos fervorosos cánticos. Era
la ventaja de visitar iglesias en domingo.
Mi primera decepción fue Nebet
Tepe, el complejo arqueológico que coronaba la colina de los guardias (que esa
sería su traducción). También recibía el nombre de colina de Museo, siendo
Museo el mejor alumno de Orfeo, según leí en Wikipedia. Fue el origen de la
ciudad, su primer asentamiento hacia el 4.000 a.C. Quedaba poco de la
fortaleza. Lo singular eran sus vistas y tomar el pulso a ese pasado remoto y
legendario. Un postigo comunicaba la fortaleza con el río: una inteligente vía
de escape.
Una valla impedía el paso. El
movimiento de tierras y la presencia de maquinaria auguraba que las obras se
prolongarían en el tiempo.
Buscando alternativas a ese
mirador me asomé a una casa reconvertida en restaurante con suculenta terraza.
Me entraron ganas de abandonar, quitarme la gorra, dejar de sudar y calzarme un
refresco o una cerveza. Lo hubiera hecho una hora después. Pero el viajero es
sacrificado y si no considera cumplidos sus objetivos se ve en la obligación de
continuar. Quedaban demasiados atractivos para dejarse vencer por el impertinente
calor.
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