No sé si esos pensamientos me
acompañaron entre mi despertar a las 8,30 y el copioso desayuno en el bufé del
hotel, en que me tuve que cortar para no sufrir posteriormente la combustión
interna. Me había levantado espeso, me dolía el pie derecho por una fascitis,
aunque me despejé gracias a la ducha y el café. Recogí mi ligero equipaje y me
lancé a conquistar lo que me faltaba por conocer de la ciudad.
En el exterior me esperaba esa
concha impura de nácar, como calificó Vicente Aleixandre al día. Por supuesto,
el calor empezaba a anunciar que no daría tregua a nadie. Tuve la impresión de
que el trabajo en el cielo solo estaría completado cuando comprobara que todo
estaba en orden. Aún quedaba mucho por hacer en ese teatro que contemplaba al
alzar la vista, en la superficie rugosa de las tres colinas que estructuraban
la urbe. Busqué la sombra para no caer fulminado antes de tiempo. Estaba claro
que el sol era la divinidad más adorada de los tracios.
El precio del Museo Arqueológico
me pareció casi ridículo: 6 leva. Cierto que era pequeño, pero guardaba
entre sus muros una riqueza inmensa. Había leído sobre los tesoros del túmulo
de Arabadjiska y Muchovitsa, ambos del siglo V, de sus impresionantes piezas de
oro, collares, pendientes, pectorales y otros adornos y piezas cotidianas.
También de los tesoros de Goliamata y de Bashova.
La segunda grata sorpresa fueron
los paneles explicativos en búlgaro y en inglés, lo que facilitó mi comprensión
de las piezas. La información era magnífica.
Me entretuve poco en la parte
dedicada a la prehistoria para adentrarme con mayor interés en la de los
tracios, que arrancaba en la Edad del Bronce. Este metal fue una gran
revolución en la guerra y en la fabricación de utensilios.
Las primeras referencias a los
tracios aparecen en la Ilíada y hacen honor a un pueblo valiente,
numeroso y culto. Era un pueblo de tradición oral, por lo que no dejaron
textos. A cambio, nos legaron objetos que hablaban por si solos y nos
trasladaron una información crucial para entenderlos.
Filipo de Macedonia, el padre de
Alejandro Magno, conquistó Plovdiv y le otorgó su nombre. Después llegarían los
romanos y otros pueblos.
Según Heródoto, los dioses
principales de los tracios fueron Artemís, la Gran Diosa, la diosa reina de la
naturaleza salvaje, Dioniso, su hijo, y Ares, el hijo del matrimonio sagrado. A
ellos se unía Hermes, al que consideraban su primer antepasado. Zalmoxis era
otra de sus grandes divinidades: el Orfeo del norte de Tracia. Sus espíritus flotaban
entre las piezas, las dotaban de significado.
Los tesoros tracios expuestos
captaron mi atención de inmediato. Muchas de las piezas eran de oro o plata, como
en el Arqueológico de Sofía. Habían sido extraídas de tumbas que se encontraban
bajo túmulos que fueron enriqueciéndose con sucesivos estratos. Eran de una
técnica excepcional, lo que da cuenta del grado de desarrollo de este pueblo
que entró en decadencia con las sucesivas invasiones y asimilaciones.
La sala de Roma exhibía un
curioso mosaico con una menorá, el candelabro de siete brazos de los judíos.
También esculturas, bustos y una pequeña colección de jinetes tracios. Los
tracios amaban a sus caballos. Por eso los cubrían con preciosos adornos dignos
de príncipes.
El museo concluía con la
interesante colección medieval.
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