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Un paseo por Sofía y Plovdiv 66. Un despertar hacia el Museo Arqueológico.


 

No sé si esos pensamientos me acompañaron entre mi despertar a las 8,30 y el copioso desayuno en el bufé del hotel, en que me tuve que cortar para no sufrir posteriormente la combustión interna. Me había levantado espeso, me dolía el pie derecho por una fascitis, aunque me despejé gracias a la ducha y el café. Recogí mi ligero equipaje y me lancé a conquistar lo que me faltaba por conocer de la ciudad.

En el exterior me esperaba esa concha impura de nácar, como calificó Vicente Aleixandre al día. Por supuesto, el calor empezaba a anunciar que no daría tregua a nadie. Tuve la impresión de que el trabajo en el cielo solo estaría completado cuando comprobara que todo estaba en orden. Aún quedaba mucho por hacer en ese teatro que contemplaba al alzar la vista, en la superficie rugosa de las tres colinas que estructuraban la urbe. Busqué la sombra para no caer fulminado antes de tiempo. Estaba claro que el sol era la divinidad más adorada de los tracios.



El precio del Museo Arqueológico me pareció casi ridículo: 6 leva. Cierto que era pequeño, pero guardaba entre sus muros una riqueza inmensa. Había leído sobre los tesoros del túmulo de Arabadjiska y Muchovitsa, ambos del siglo V, de sus impresionantes piezas de oro, collares, pendientes, pectorales y otros adornos y piezas cotidianas. También de los tesoros de Goliamata y de Bashova.

La segunda grata sorpresa fueron los paneles explicativos en búlgaro y en inglés, lo que facilitó mi comprensión de las piezas. La información era magnífica.

Me entretuve poco en la parte dedicada a la prehistoria para adentrarme con mayor interés en la de los tracios, que arrancaba en la Edad del Bronce. Este metal fue una gran revolución en la guerra y en la fabricación de utensilios.



Las primeras referencias a los tracios aparecen en la Ilíada y hacen honor a un pueblo valiente, numeroso y culto. Era un pueblo de tradición oral, por lo que no dejaron textos. A cambio, nos legaron objetos que hablaban por si solos y nos trasladaron una información crucial para entenderlos.

Filipo de Macedonia, el padre de Alejandro Magno, conquistó Plovdiv y le otorgó su nombre. Después llegarían los romanos y otros pueblos.

Según Heródoto, los dioses principales de los tracios fueron Artemís, la Gran Diosa, la diosa reina de la naturaleza salvaje, Dioniso, su hijo, y Ares, el hijo del matrimonio sagrado. A ellos se unía Hermes, al que consideraban su primer antepasado. Zalmoxis era otra de sus grandes divinidades: el Orfeo del norte de Tracia. Sus espíritus flotaban entre las piezas, las dotaban de significado.



Los tesoros tracios expuestos captaron mi atención de inmediato. Muchas de las piezas eran de oro o plata, como en el Arqueológico de Sofía. Habían sido extraídas de tumbas que se encontraban bajo túmulos que fueron enriqueciéndose con sucesivos estratos. Eran de una técnica excepcional, lo que da cuenta del grado de desarrollo de este pueblo que entró en decadencia con las sucesivas invasiones y asimilaciones.

La sala de Roma exhibía un curioso mosaico con una menorá, el candelabro de siete brazos de los judíos. También esculturas, bustos y una pequeña colección de jinetes tracios. Los tracios amaban a sus caballos. Por eso los cubrían con preciosos adornos dignos de príncipes.

El museo concluía con la interesante colección medieval.

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