Sus tradiciones resistieron los
cambios de señores que trataron de imponer sus religiones y costumbres. Un
elemento esencial para el mantenimiento de su personalidad fueron las “antiquísimas
canciones en el idioma judesmo”, el ladino, ese español antiguo de peculiar
evolución que ha identificado a los sefardíes y los ha diferenciado de otros
judíos. El autor nos deja un evocador texto:
Son asimismo
una explicación fehaciente a las fragancias de cocina andaluza que los viernes
por la tarde, en vísperas del sagrado Sabbat, perfumaban todo el barrio
mientras, desde los pequeños patios con tapias bajas, que más bien comunicaban
a las personas en vez de separarlas, una dulce voz anciana tarareaba por lo
bajo la canción de las sirvientas de Sierra Morena, perdidamente enamoradas del
gitano de piel aceituna Antonio Vargas Heredia. Esto concede a las callejuelas
de Plovdiv, cubiertas de piedras desiguales, con acacias polvorientas y coladas
extendidas bajo las parras, cierta languidez española, voluptuosa y nostálgica,
y algo de la poderosa ternura y la brumosa pasión meridional de Granada.
Me hubiera gustado impregnarme
de aquellas conversaciones en ladino: “esta lengua, pequeña balsa solitaria
zarandeada por el turbulento océano idiomático turco, heleno y eslavo,
sobrevivió hasta nuestros días, siglos después de aquella noche de junio de
1492, y si le preguntáis a mi abuela Mazal, os asegurará que esta fue y seguirá
siendo “la lingua de los padres”.
Es increíble que esa lengua, y
toda la cultura que lleva aparejada, haya sobrevivido y que esos sefardíes se
sigan considerando profundamente españoles y ansíen volver a España, a Sefarad,
a la otra tierra prometida. Wagenstein nos da una leve pincelada de su origen:
Antaño,
muchos siglos atrás, esta lengua era el latín vulgar que hablaban las legiones
romanas, y por eso los doctos lingüistas la denominaron ladino. Pero mi
abuela, que ignora semejante terminología académica, la llama judesmo, que
significa judío. E ignora que está hablando el idioma de aquellos malditos
cruzados, perseguidores de los judíos en el sur Mediterráneo, que se llevaron
en sus pesados carros, junto con la plata de las sinagogas que habían saqueado,
ese magma lingüístico latino. Pertenece a la misma lengua que aquel recuerdo de
un idioma llamado por algunos judeoespañol, con el que se tiraban los trastos a
la cabeza las abuelas judías de nuestras ciudades balcánicas, como si nada
hubiera ocurrido, como si jamás hubiera existido ningún Fernando, ninguna
Isabel y ningún Torquemada, como si esto no fuera Plovdiv sino Toledo o Sevilla,
y no estuviéramos en el siglo XX sino a finales del siglo XV.
Aquel era un mundo de armonía
étnica y religiosa creada por el amor común y que quedó destruido por los
posteriores acontecimientos políticos. Era un mundo extinguido, tristemente extinguido,
del que parecía vano el esfuerzo por localizar sus restos, si es que los había.
Me llenó de nostalgia aquel recuerdo.
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