En verano, el sol se niega a
desaparecer de la escena. Se aferra al cielo, aunque sabe que tiene perdida la
lucha y acabará cayendo tras el horizonte. El ciclo no cesa, es infatigable. Las
imágenes se pueblan de luz difusa, se van desvaneciendo en la penumbra primero
y luego en la oscuridad, despacio, con parsimonia, como si también ellas
disfrutaran del verano y su ritmo mortecino.
Al salir del hotel me encontré
con la atractiva luz del atardecer sobre la ciudad. Desde la novena planta la
vista del otro lado del río era bastante completa. Apreciaba bien las colinas, los
desarrollos urbanísticos que vencían la altura de las jugosas copas de los
árboles. No había sido consciente de ese verdor intenso. Tampoco de las nubes
oscuras que simulaban una tapa sobre la ciudad y causaban un bochorno húmedo
terrible. La temperatura era muy alta y el aire que reptaba por las calles era
caliente, como traído del desierto. Empecé a caminar y se cubrió mi frente de
una fina capa de sudor.
Después de cruzar la avenida 8
de septiembre se desplegaba una calle peatonal ideal para el ritual del paseo.
Los edificios eran desiguales, algunos vistosos a pesar de su mal estado. Las
bocacalles de la izquierda eran más atractivas que las de la derecha. Allí me
esperaba Tatiana para tomar una cerveza y charlar.
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