Agradecí el refugio del museo de
Iconos. Necesitábamos ausentarnos del fuerte calor que lo impregnaba todo y que
regresaba constantemente a nuestro paseo. Estaba junto a San Constantino y Santa
Elena y agrupaba una colección desde el siglo XV al XIX. Albergaba obras de
pequeñas iglesias que de otra forma hubieran desaparecido o hubieran salido
ilegalmente del país hacia colecciones particulares de potentados de escasos
escrúpulos o museos que harían la vista gorda sobre su procedencia.
Había contemplado en esos días
muchos iconos, un elemento esencial en la decoración litúrgica ortodoxa. Sin
embargo, en el museo había la opción de observarlos en conjunto,
descontextualizados de los lugares para los que fueron destinados, es cierto,
pero bien explicados para el disfrute de quienes, como yo, éramos profanos en
esta práctica artística. En el museo disfrutabas de todos los genios de este
arte, como el ya mencionado Zahari Zograf, la Escuela de Edirne o la de Tryana
Samokov. Era la única oportunidad de estudiar este mundo repartido por toda la
geografía búlgara.
Vírgenes, santos, escenas de
historia sagrada, la Dormición de la Virgen que para nosotros sería el misterio
de la Asunción, que compartíamos, aunque con otros matices. Los Siete Santos Letrados
de la Iglesia búlgara (Cirilo, Metodio y sus cinco discípulos: Clemente, Naum,
Sava, Gorazdo y Anguelario) también estaban ampliamente representados. Su
festividad era reciente, el 27 de julio.
Esas representaciones
continuaban siendo atípicas para mí, un misterio iluminado por algo más que la
buena mano de un artista. Eran figuras y escenas idealizadas, sometidas a unos
cánones que evolucionaban, aunque esos cambios eran casi imperceptibles para un
no iniciado como yo que no identificaba de forma profunda este arte. Solo lo
disfrutaba, me emocionaba, me sorprendía con esas imágenes de San Juan Bautista
abrazando su cabeza decapitada, las reuniones de todos los santos o los Hierosolymitanum
con algunas escenas de una inmensa creatividad. Cada vez me llegaban más al
corazón.
Tatiana tenía que regresar y me
emplazó para la noche. Cenaríamos juntos. Me mostró el camino hasta mi hotel. El
plano que me habían entregado en la oficina de turismo fue muy útil.
De camino, me colé en la iglesia
de San Cirilo y San Metodio y admiré sus frescos y su iconostasio. Su exterior
era clásico.
Crucé el río por el puente
peatonal y me refugié en la mole del Grand Hotel Plovdiv. El aire acondicionado
me devolvió el ánimo. Como la ducha y una leve siesta. Notaba la cara tirante
por el sol que se había acomodado en mi piel.
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