Nos sentamos en un patio a la
sombra de los árboles con el arrullo del tímido sonido de las hojas al pasar
con desgana el viento. Era una sensación atemporal, como cuando pasaba las
tardes de verano bajo el emparrado de la casa de mis abuelos maternos.
-Yo jugaba en uno de estos
patios ajena al sol y el calor. No recuerdo la sensación de pesadez que ahora
sufrimos. Puede que la infancia, o la acción del olvido, provoque ese efecto.
Me abismé en sus ojos claros, me
sonrió, se apartó un rizo de la frente y los ojos. Me pareció que estaban
cargados de melancolía. Eran recuerdos que le producían daño, un leve dolor. No
quiso confesarme su causa y no quise hurgar en sus sentimientos.
Pensé que muchos búlgaros
llevaban el reflejo de su resignación en el rostro. Habían sido vapuleados
durante décadas, remontaban, se veían obligados a emigrar para progresar,
abandonaban su tierra, sus recuerdos, sus antepasados y, cuando regresaban,
eran unos desarraigados a quienes se les echaba en cara haberse marchado y no
haber vivido su dosis de frustración. Ellos, que en muchos casos habían sido el
sustento de sus familias con sus remesas, ellos que no habían cortado amarras
por temor a las represalias a sus familias o a su entorno. Se mantuvieron
firmes, doloridos, fuertes.
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