El otro gran atractivo de la Ciudad
Vieja eran sus iglesias, algunas espectaculares. La de San Constantino y Santa
Elena fue construida sobre el lugar donde fueron decapitados por orden del
emperador Diocleciano los mártires Severiano y Memnos en 304. Eran tiempos de
persecuciones a los cristianos.
Fue en la primera mitad del
siglo XIX cuando muchos de estos templos fueron rehabilitados. La comunidad
cristiana era cada vez más fuerte y la otomana más débil. Gracias a ello han
llegado a nuestros días.
El patio daba acceso a varios
edificios, un pequeño monasterio o complejo religioso que limitaba con la
antigua muralla bizantina. Asomaba con fuerza el campanario blanco. Entramos en
el atrio y contemplamos los hermosos frescos. En el interior nos esperaba un
magnífico iconostasio con iconos de Zahari Zograf y otros grandes artistas del
siglo XIX. El dorado avivaba la luz que penetraba por dos pequeños óculos. Mezclaba
tradición y modernidad, arte con espiritualidad. Los frescos de las paredes
había que intuirlos por el profundo claroscuro que provocaban las ventanas.
Absorbí el aroma de las velas y el espíritu del lugar que se manifestaba en la
penumbra, sin significados claros, con la meditación y la oración como pautas
para comprender aquel lugar tan íntimo y delicioso.
Salimos y callejeamos. Porque era el conjunto lo que primaba sobre esos magníficos monumentos. El empedrado a veces era tremendo, como el calor o las cuestas, pero la suave voz de Tatiana me ayudaba a salvar esos inconvenientes y a concentrarme en algunas de las anécdotas que me refería. Su familia había vivido en ese hermoso tejido urbano, lo había abandonado por problemas económicos, había regresado y había vuelto a marcharse, esta vez por cuestiones políticas. No debió ser fácil tanto cambio, tanto desarraigo. Quizá por ello le había resultado más fácil el servicio exterior y el conocimiento de varios países.
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