Plovdiv ofrecía una amplia
oferta cultural. En las casas de la Ciudad Vieja era posible contemplar la
mejor pintura búlgara de las últimas décadas. Desde luego, no me planteaba
visitar todas esas exquisiteces artísticas. A veces era un impulso irracional
el que nos empujaba a una de esas preciosas casas. Al contemplar en algún panel
su estado anterior entraba un ramalazo frío en el cuerpo. Desde luego, la
rehabilitación había sido casi un milagro.
Me llevó a otra curiosidad de la
que estaban muy orgullosos: la farmacia-museo Hipócrates. Funcionó en la casa
del doctor Sotir Antoniadi entre 1872 y 1947. Los muebles de madera, los
albarelos de cerámica, los frascos, el pequeño laboratorio donde preparaban las
fórmulas magistrales, el lugar desde donde despachaban. A mi hermana, mi cuñado,
mi sobrino Pepe o a las mujeres de mis sobrinos, Fer y Lucía, les hubiera
encantado sumergirse en ese mundo en que lo científico se unía a lo cotidiano, al
ambiente familiar del pasado. Me imaginé la rebotica enzarzada en alguna
tertulia, quizá conspirando contra los turcos, quizá celebrando la creación de Rumelia
del Este o preguntándose por su viabilidad política.
Me hubiera encantado ponerme al
otro lado del mostrador, despachar a los parroquianos y accionar aquella caja
registradora de vejez apasionada. Cuando le mandé unas fotos a mi hermana me
preguntó qué hacía yendo a ver farmacias antiguas en Bulgaria. Ya ves, cosas
que ocurren.
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