Tatiana se había adelantado. Estaba,
radiante, a la sombra, para resguardarse del potente sol. Nos saludamos con
cariño e hicimos un ejercicio de memoria. Habían pasado casi cuatro años desde
nuestro último encuentro, aunque habíamos seguido manteniendo el contacto por mail
y whatsapp. Nos aferrábamos a nuestra amistad.
Trajeron unas cervezas, pedimos
la comida y se excusó por no poder dedicarme más tiempo. Su hija necesitaba su
ayuda y tenía que dividirse entre ella y yo.
Preguntó por mis andanzas en la
ciudad y en Sofía, le fui contando mis impresiones. Ella hacía breves
puntualizaciones con su español pausado, su rostro iluminado por la sonrisa. Era
una mujer con mucho mundo. Cuando se divorció decidió aceptar varios puestos en
el extranjero y el último la condujo a Madrid. Nos conocimos en una recepción
bastante aburrida que ella iluminó para el recuerdo. La pandemia frustró su
nuevo destino y ya no regresó al servicio exterior. Era una mujer reservada y
en el pasado pensé que fuera espía. Curiosamente, Tatiana no era su nombre
verdadero (con el que se presentó en la recepción), pero lo mantuve como un guiño
a esos pensamientos del pasado.
Recorrimos la Ciudad Vieja con
un aparente desorden. Sin embargo, ella sabía perfectamente a dónde guiarme, qué
edificios mostrarme y cuáles posponer para la mañana siguiente. La zona se
había convertido en una sucesión de galerías y pequeños museos que habían
salvado aquellas coloridas mansiones que eran el orgullo de una época y de la
ciudad.
-Sofía es más grande. Plovdiv tiene
más encanto -dijo con rotundidad.
No le faltaba razón, aunque aún
me quedaba mucho por explorar para estar seguro de esa afirmación.
Las calles se quebraban, subían
y bajaban, jugaban al escondite con el visitante, le ponían a prueba. Me pidió
que me relajara en mi afán de verlo todo.
-Disfruta el ambiente. En dos
días no te acordarás de nada, salvo de la sensación general.
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