Aún me quedaba un rato para
comer y me acerqué a la casa Lamartine, que tomaba su nombre por haberse
hospedado en ella el escritor francés. Albergaba la Unión de Escritores Búlgaros.
No accedí a ella. Visité la casa Kilanti, un estupendo ejemplo de casa
asimétrica (la Danov lo era de casa simétrica).
Kilanti, el primer dueño, fue un
acaudalado tratante de lana. Por aquel entonces, el ejército otomano se
suministraba de este producto en Bulgaria, lo que provocó que los implicados en
ese comercio se lucraran en abundancia. Ellos fueron los que financiaron el
movimiento que finalmente expulsaría a los turcos. Parecía un contrasentido: habían
financiado su propio desalojo.
Aquel legado exaltaba el orgullo
de sus dueños pasados y presentes. El amplio salón me sumergió en una novela
del siglo XIX, romántica, sofisticada. El mobiliario y la decoración de paredes
y techos eran hermosos, de buen gusto, denotaban la preocupación por la
estética. Me imaginé las escenas que se habían desarrollado en ese salón, en
otras estancias: cierres de tratos comerciales, veladas literarias y musicales,
conspiraciones… Personajes elegantes e interesantes moviéndose por este espacio
y cambiando la historia del país a la luz de las velas. Aquí estaba el espíritu
del Renacimiento búlgaro.
Aún tuve unos minutos para
entrar a la iglesia de San Demetrio, un santo de amplio predicamento en la zona.
Su interior de muros blancos y columnas azules estaba solitario. Entraba la luz
domesticada por la santidad del lugar. En el mismo entorno de la iglesia había
una exposición de iconos. Una pintora, que era una de las autoras de los mismos
junto a otro compañero, se afanaba en los últimos detalles para completar
aquella obra que seguía las tendencias ancestrales.
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