La ciudad halagaba mis ojos con
su conjunto armónico. Su belleza se desplazaba por calles empedradas, sinuosas,
como de un erotismo urbano. Las sombras se hermanaban en simetría atípica a los
coloridos muros de las casas tradicionales de reminiscencias orientales. Lo
disfrutaba sólo, sin un alma que entorpeciera mi avance, sin nadie con quien
compartir las sensaciones que provocaba en mi interior. Sentí que me cortejaban
y, como un buen amante complaciente, me entregué.
Subí hasta el Teatro Antiguo
buscando la sombra y arrullado por el canto de las chicharras que emitían su
sonido con pasión inusitada.
El teatro estaba cerrado. Esa
noche había una representación. La valla no impedía contemplar el escenario, el
graderío, la ciudad desplegada a su espalda y el cuerpo del cielo algo gris por
la calima. Desde el mirador de una pequeña iglesia observé el conjunto de la
urbe, la organización de sus tres colinas, el horizonte.
Antes de abandonar ese punto
alto le pregunté a una anciana que vendía cuadros si le podía hacer una foto a
ella o a su mercancía. Formaban una estampa curiosa y me pareció que resumía el
entorno inmediato. Se negó con una sonrisa y un brillo en los ojos y me “regaló”
un cordelito de amistad. Claro que yo debía corresponder a su “regalo”. Lo hice
con un lev al que tuve que sumar otro ante el decidido cambio en el
rostro de la anciana. Eso sí, me regaló un momento de charleta a la sombra que
fue muy entretenido. Ella solo hablaba búlgaro. La buena mujer era un pozo de
experiencia y gracejo.
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