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Un paseo por Sofía y Plovdiv 54. Dejándome captar por los halagos de la ciudad.

 


La ciudad halagaba mis ojos con su conjunto armónico. Su belleza se desplazaba por calles empedradas, sinuosas, como de un erotismo urbano. Las sombras se hermanaban en simetría atípica a los coloridos muros de las casas tradicionales de reminiscencias orientales. Lo disfrutaba sólo, sin un alma que entorpeciera mi avance, sin nadie con quien compartir las sensaciones que provocaba en mi interior. Sentí que me cortejaban y, como un buen amante complaciente, me entregué.

Subí hasta el Teatro Antiguo buscando la sombra y arrullado por el canto de las chicharras que emitían su sonido con pasión inusitada.



El teatro estaba cerrado. Esa noche había una representación. La valla no impedía contemplar el escenario, el graderío, la ciudad desplegada a su espalda y el cuerpo del cielo algo gris por la calima. Desde el mirador de una pequeña iglesia observé el conjunto de la urbe, la organización de sus tres colinas, el horizonte.

Antes de abandonar ese punto alto le pregunté a una anciana que vendía cuadros si le podía hacer una foto a ella o a su mercancía. Formaban una estampa curiosa y me pareció que resumía el entorno inmediato. Se negó con una sonrisa y un brillo en los ojos y me “regaló” un cordelito de amistad. Claro que yo debía corresponder a su “regalo”. Lo hice con un lev al que tuve que sumar otro ante el decidido cambio en el rostro de la anciana. Eso sí, me regaló un momento de charleta a la sombra que fue muy entretenido. Ella solo hablaba búlgaro. La buena mujer era un pozo de experiencia y gracejo.

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